martes, 20 de julio de 2010

Luis Vitale - Introducción de "Hacia una historia del ambiente en América Latina"

Como modesto homenaje a Luis Vitale Cometa, historiador y militante de izquierda revolucionaria recientemente fallecido, publicamos el siguiente extracto, correspondiente a la introducción de su libro "Hacia una historia del ambiente en América Latina" (NUEVA SOCIEDAD/EDITORIAL NUEVA IMAGEN, Primera edición 1983), documento que consideramos fundamental para la discusión sobre el impacto de las organizaciones sociales humanas sobre el entorno natural, desde una perspectiva de clase (el documento extenso se puede descargar AQUÍ, aunque no se encuentra completo).


Hacia una historia del ambiente en América Latina
De las culturas aborígenes a la crisis ecológica actual 

Introducción 

CONSIDERACIONES CRÍTICAS A LA CIENCIA CONTEMPORÁNEA

No existe ninguna ciencia que permita dar un enfoque global del ambiente como totalidad, en la que lo inerte y biótico interactúan, se interinfluyen y condicionan mutuamente formando ecosistemas dinámicos y cambiantes.
La ecología tradicional , surgida como rama auxiliar de las ciencias naturales a finales del siglo XIX, no ha podido superar sus límitaciones, a pesar de los esfuerzos de los ecólogos integralistas.
Las ciencias llamadas exactas, naturales y sociales han logrado importantes avances, pero sus análisis tan específicos han reforzado la tendencia al parcelamiento de la realidad. El proceso de proliferación de ciencias superespecializadas es relativamente reciente; para ser más precisos data de fines del siglo pasado. Los griegos tenían una concepción global para el estudio de la realidad. Los presocráticos, como Anaximandro y Anaxágoras, explicaban la totalidad a través de las fuentes energéticas, como la luz solar, el agua y otros elementos de la naturaleza.
Platón, Aristóteles y, más tarde, Galeno “consideraban el universo como un organismo, es decir, un sistema armonioso y regulado a la vez según las leyes y los fines. Ellos mismos se concebían como una parte organizada del universo, una especie de célula del universo-organismo”. (1)
       A pesar de la contracorriente religiosa y del oscurantismo medieval que trató de impedir el análisis científico del mundo, surgieron en la baja Edad Media investigadores de la talla de Roger Bacon. El Renacimiento italiano gestó al hombre más integral y de pensamiento más totalizante que se haya dado en la historia de la humanidad. Nos referimos a Leonardo da Vinci: artista, matemático, científico, artesano, inventor, investigador, dibujante, pintor, escultor y un sinfín de actividades que desempeñaba, las cuales eran la expresión de un genio que siempre procuró captar la totalidad del mundo de su época.
Todavía en el siglo XVII, los científicos trataban de abarcar el máximo, astrónomo, óptico, mecánico y químico, como muchos científicos de su época. “A consecuencia de esta universalidad –dice John Bernal- los científicos o ´vituosi´ del siglo XVII pudieron dar una imagen más unitaria del ámbito de la ciencia que el que sería posible en épocas posteriores.”(2)
¿A qué se debió el surgimiento de tantas ciencias especializadas? La explicación hay que buscarla en la formación social europea del siglo XVIII. El sistema capitalista, necesitado de descubrimientos científicos para lograr un rápido despegue, estimuló la proliferación de especialidades y ramas científicas, como la química para la industria textil, la física y la ingeniería mecánica para el proceso de industrialización que se aceleró a partir de la primera Revolución industrial. La ciencia aplicada data de muchos siglos, pero logró un auge notable en el siglo XIX con la invención del teléfono, la electricidad, el ferrocarril y el barco a vapor.
Desde el momento en que la ciencia comenzó a ser el motor principal de los avances técnicos para el crecimiento industrial, se fragmentó en tantas especialidades como requería el proceso productivo. Ésa es la época en que la ciencia se institucionaliza, entra por la puerta ancha de la universidad y adquiere grado académico, bajo el postulado de “ciencia pura”. A mediados del siglo XIX, el profesor universitario “empezó a convertirse en el tipo característico de científico… La ciencia no consiguió transformar tanto a las Universidades como éstas la transformaron a ella. El científico fue menos un iconoclasta visionario que un sabio transmisor de una tradición… La ciencia académica de la época dependía en último término de sus éxitos en la industria”. (3)
Esta dependencia de los científicos respecto de la industria se ha acentuado durante el presente siglo. El Estado y las grandes empresas del capital monopólico internacional financian las principales investigaciones cuyos fines no son precisamente académicos. En síntesis, mientras más se “desarrolla” la sociedad industrial –bajo una supuesta e ideologizante idea del progreso- más especialidades científicas alienta, reforzando la tendencia a parcelar el conocimiento de la realidad.
La evolución unilateral de las ciencias, en compartimientos estancos, ha obstaculizado la formulación de un pensamiento teórico. Ante el avance del empirismo y del pragmatismo neopositivista, es cada vez más necesaria una teoría para orientar el campo de la investigación científica. Solo la elaboración de una teoría global puede poner en crisis el método empírico y permitir el avance de la ciencia hacia un enfoque totalizante.

HACIA UNA CIENCIA DEL AMBIENTE

Se necesita una ciencia capaz de analizar el ambiente como una totalidad dinámica y en permanente cambio. Como dice Morin, el objetivo es “crear la ciencia de las interrelaciones, de las interacciones, de las interferencias entre sistemas heterogéneos, ciencia más allá de las disciplinas aisladas, ciencia verdaderamente transdisciplinaria”. (4)
Según Kosik, “la posibilidad de crear una ciencia unitaria y una concepción unitaria de esta ciencia se basa en el descubrimiento de la más profunda unidad de la realidad objetiva…El hombre existe en la totalidad del mundo, pero a esta totalidad pertenece asimismo el hombre con su facultad de reproducir espiritualmente la totalidad del mundo… Las tentativas de crear una nueva ciencia unitaria tienen su origen en la comprobación de que la propia realidad, en su estructura, es dialéctica”. (5)
Según nuestro entender, el comportamiento unitario y global de la realidad objetiva sólo puede ser investigado por una metodología y una teoría totalizante que no será el resultado de la suma de los descubrimientos de cada ciencia particular. Un trabajo interdisciplinario no garantiza un enfoque globalizante del ambiente, porque cada especialista sólo aporta un análisis parcial escindiendo unilateralmente los componentes del todo. La actividad transdiciplinaria –sin ser la solución perfecta, ya que arrastra las deformaciones profesionales de los especialistas – puede contribuir en una fase a formular los fundamentos de la ciencia del ambiente.
En el CENAMB se prefiere “hablar de ciencia ambiental y no de ecología, para diferenciarla de ese planteamiento biologicista que ha caracterizado la ecología de los últimos 100 años, y que aún hoy pretende circunscribir el problema del ambiente a un limitado campo conceptual… Tres importantes características se le asignan a la ciencia ambiental que le dan campo y objetivos propios dentro de la ciencia actual; ellas son: el carácter global o totalista, su integralidad y su fundamento energético. Fundamenta su enfoque integral en la existencia de un mundo interconectado. A diferencia de otras ciencias que pregonan un integralismo conceptual en sus aspectos teóricos y que en la práctica son fraccionalistas y separan cada vez más sus contenidos para hacerlos más profundos en su esencia y menos generales en sus orígenes, la ciencia del ambiente integra conocimientos y busca explicar los fenómenos en toda su intensidad y magnitud. El carácter global o totalista de la ciencia ambiental se evidencia en el hecho de que no puede estudiar un fenómeno aislado de su contexto. Su objeto de estudio son las relaciones que se establecen entre los elementos o variables, y no ellos por sí mismos. Quizá el aporte más importante que ha hecho el grupo del Centro de Estudios Integrales del Ambiente de la UCV al desarrollo teórico de la ciencia ambiental ha sido el de una nueva concepción energética. El grupo concibe el carácter energético de la ciencia del ambiente en términos de energía, materia e información; a éstos como estados del flujo enérgetico universal. Piensa que para el hombre del siglo XX la energía viene a ser la explicación científica que permite comprender la dinámica de la vida, las formas que la materializan y el contacto entre los seres que aseguran el proceso de regeneración y reconstrucción del mundo concreto”.(6)
       Esta nueva ciencia ¿será una ciencia de las ciencias? La discusión de esta problemática es clave para establecer las limitaciones de la nueva ciencia. El mayor riesgo de un proyecto de ciencia de las ciencias es caer en la tentación de elucubrar una nueva filosofía, una variante de cosmología o una Weltanschauung de carácter teleológico.
El objetivo de la nueva ciencia no sería sintetizar los progresos de cada ciencia particular, sino la reorganización de los conocimientos actuales y el aprovechamiento de los avances científicos para analizar con un criterio global el proceso ambiental. Los teóricos de la ciencia ambiental producirán conocimientos nuevos, por un lado, y al mismo tiempo orientarán, promoverán y sugerirán, a los especialistas de cada disciplina científica, determinadas investigaciones que contribuirán al enfoque global de la realidad (7).
La nueva ciencia analizará al hombre como parte indisoluble del ambiente. Ninguna de las ciencias actuales, incluidas las sociales, ha podido comprender que el hombre está dentro del ambiente y que su evolución está condicionada por la naturaleza. Mientras el hombre se cree cada día más independiente y autónomo, más se fortalecen sus relaciones de dependencia con la naturaleza. La crisis ecológica de la sociedad contemporánea –con sus secuelas de insuficiencia energética, contaminación y radiación nuclear- es una clara manifestación de dicho aserto.

INTERRELACIÓN NATURALEZA-SOCIEDAD HUMANA

Es un gravísimo error conceptual establecer una separación entre el hombre, por un lado, y el ambiente, por otro, como si estuvieran escindidos. Es necesario superar la concepción dualista de hombre-naturaleza. La sociedad global humana debe analizarse como formando parte del ambiente, comprendiendo que su evolución está condicionada por la naturaleza. A su vez, el hombre modifica en parte la naturaleza.
Mc Hale sostiene que en la época contemporánea “las actividades del hombre han alterado y continúan alterando la composición de la atmósfera. Se extiende también a arroyos, ríos, lagos y océanos, a un grado que el hombre también los ha alterado. Ellos abarcan las relaciones totales de agua, tierra y aire en la medida que ya han transformado grandes áreas de la superficie de la tierra, removiendo bosques, cambiando vegetación de cobertura mediante el cultivo, redirigiendo y representando ríos redistribuyendo metales y minerales, etc. y así ha cambiado las complejas relaciones de la población animal y sus alrededores, y aun los mayores ciclos de evaporación, transpiración y precipitación”.(8)
Más adelante, el mismo autor señala que “no sólo modificamos el ambiente por la acción humana manifestada en la ciencia y la tecnología –mediante transformaciones físicas de la tierra para propósitos económicos-, sino que todas las instituciones sociales juegan su parte en orientar la dirección, el fin y el propósito que guían tales transacciones ambientales”.(9)
La relación hombre-naturaleza ha sido analizada con un criterio dicotómico, bajo la concepción del dualismo estructural, como si el hombre estuviera fuera del ambiente. Rapaport manifiesta: ”el ambiente no es algo ´de ahí afuera´actuando sobre el hombre, sino que él y el hombre forman un sistema complejo interactuante, involucrando la percepción de aquel ambiente por el hombre. Se está haciendo crecientemente claro que la relación del hombre y su ambiente físico es compleja, multifacéticas y multiestratificada; que el vínculo de variables o estímulos aislados con respuestas específicas difícilmente resultarán… El resultado es que no podemos considerar la relación hombre-ambiente como un simple modo de respuesta a estímulos, dado que el hombre persiste en atribuir significación simbólica al medio ambiente… La relación entre estímulo y respuesta está mediada por la representación organizada del ambiente mediante símbolos y esquemas”.(10)
De los factores ambientales, el menos estudiado por la ecología tradicional es el sociocultural. La mayoría de los ecólogos ha soslayado el análisis de la sociedad global humana, como si ésta no formara parte de los ecosistemas. 
Los escasos ecólogos que han prestado atención al factor sociocultural lo han hecho en forma abstracta y atemporal, cuando en rigor debe ser estudiado en sociedades históricas concretas, porque las diferentes formaciones sociales han determinado un comportamiento distinto con relación a la naturaleza. No es lo mismo el papel de la economía, las clases sociales, el Estado, la cultura y la ideología en los modos de producción comunitario, asiático, esclavista y feudal que en el modo de producción capitalista. La política económica del Estado contemporáneo ha promovido una ideología especial con relación al consumo energético. El estudio de los diferentes tipos de sociedades nos entregará información sobre la utilización de la energía, tecnología, consumo de calorías y combustibles fósiles, del empleo de la energía humana en la explotación del trabajo, del gasto de energía de los diferentes sistemas de transporte y sobre las agresiones al ambiente, expresadas, entre otras cosas, en el paulatino deterioro de los bosques, ríos y mares.
La nueva ciencia del ambiente enfrenta otro desafío: plantearse una nueva visión de la historia en la que se devele la indisoluble relación existente entre la llamada historia de la naturaleza y la historia de la humanidad. Este enfoque hará entrar en crisis tanto la concepción biologicista como la antropocéntrica.
La ciencia histórica hasta ahora ha estudiado solamente la evolución humana, a través de esa obsoleta clasificación que escinde la historia a partir de la escritura. Aspiramos a replantear el concepto de historia de una dialéctica de los procesos en que interactúan lo humano con los fenómenos de la naturaleza.
Es un error escindir la historia en historia de la naturaleza e historia de la humanidad. En rigor, hay una sola historia ininterrumpida desde el origen de la Tierra hasta la actualidad.
Una nueva concepción de la historia pondrá de relieve que la historia de la humanidad es sólo una ínfima parte de la historia de la Tierra. Aspiramos a formular una nueva periodización histórica que contemple las principales fases del proceso ambiental.
La dimensión de tiempo permite a la nueva ciencia del ambiente enriquecer el estudio de los ecosistemas a través del proceso evolutivo. La noción temporal es, asimismo, importante para establecer los ciclos biogeoquímicos, el tiempo de adaptación de una especie y el ciclo de la vida…
Tanto la ecología tradicional como la “nueva ecología” han utilizado escasamente la variable histórica en el estudio de los ecosistemas. La variable temporal es importante para el estudio del ambiente. Unida a la variable espacio da una nueva dimensión a la investigación de los ecosistemas, al análisis de sus contrarios y complementarios, al comportamiento desigual, heterogéneo y combinado de los factores interrelacionados e interactuantes, proporcionando datos de todo el proceso motorizado por el flujo energético.
La variable social –que no sólo es humana sino que también se da entre los animales cuando comen, se relacionan y socializan sus juegos- desempeña también un papel importante en el análisis del ambiente.
Uno del los aspectos más relevantes es la dependencia del hombre, especialmente en cuanto a su actividad económica, respecto de los llamados recursos naturales. Según nuestro entender, la economía depende del régimen de suelos, del clima, de los lagos, del tipo de flora y fauna.

EL CONCEPTO DE NATURALEZA EN MARX

El esclarecimiento de esta problemática nos conduce al replanteamiento del debate acerca del concepto de naturaleza en Marx y los ideólogos del neopositivismo. Para los epígonos de Marx, el factor económico lo condicionaría todo y constituiría la clave para la interpretación de los fenómenos políticos, sociales e, inclusive, culturales. Esta concepción mecanicista ya fue refutada por Engels en sus cartas a Bloch y Starkenburg en 1890.
En la última parte inconclusa de El Capital, Marx analizó la relación del trabajo y del dinero con las fuentes naturales, entre ellas la tierra (agricultura, subsuelo, etc.). Más aún, cuando Marx habla de fuerzas productivas se refiere en primer lugar a la naturaleza y, luego, a la técnica y al régimen del trabajo. Por eso, estimamos que Mao Tse Tung está equivocado al sostener que “las contradicciones entre la sociedad y la naturaleza se resuelven por el método del desarrollo de las fuerzas productivas”.(11)
Henri Le febvre destaca el concepto marxiano de que la naturaleza es la fuente del valor de uso. “La naturaleza primera es la base de la acción, el medio del que emerge el ser humano con todas sus particularidades biológicas, étnicas, etc., relacionadas con el clima, el territorio o la historia, esa instancia intermedia entre la humanidad y la naturalidad.”(12)
Los autodenominados marxistas no han logrado – no han querido- comprender el concepto de naturaleza en Marx. Sus manuales de “materialismo dialéctico” parecen más bien la codificación de una nueva Biblia –de otro color- que exégesis del verdadero pensamiento de quien dicen ser fieles discípulos. Marx y Engels llegaron a tener una concepción global no sólo de la formación social sino también de la totalidad naturaleza-sociedad humana. En la Ideología Alemana, Marx sostuvo: “Sólo conocemos una única ciencia, la ciencia de la historia. La historia sólo puede ser considerada desde dos aspectos, dividiéndola en historia de la naturaleza e historia de la humanidad. Sin embargo, no hay que dividir estos dos aspectos: mientras existan hombres se condicionan recíprocamente… pues casi toda la ideología se reduce o a una concepción tergiversada de esta historia o a una abstracción total de ella. La propia ideología es tan sólo uno de los aspectos de esta historia… Mi relación con mi ambiente es mi conciencia.”(13)
En los Manuscritos económicos y filosóficos, Marx decía que “la esencia humana de la naturaleza no existe más que para el hombre social… La sociedad es , pues, la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección, el naturalismo realizado del hombre y el realizado humanismo de la naturaleza”. Federico Engels afirmaba, poco después, que “el hombre mismo es un producto de la naturaleza, que se ha desarrollado junto a su medio”.(14)
Marx fue influido por Feuerbach en su concepto de naturaleza y en su crítica a Hegel. Para Hegel, la naturaleza era un derivado de la Idea. Basándose en Feuerbach, Marx sostiene la prioridad de la naturaleza, pero de ninguna manera analiza esta realidad exterior al hombre como un objetivismo inmediato. Marx se “atiene al monismo naturalista de Feuerbach sólo en tanto también para él sujeto y objeto son naturaleza. Al mismo tiempo, supera el carácter abstracto ontológico de ese monismo relacionando la naturaleza y toda conciencia de ella con el proceso vital de la sociedad… es suficientemente no dogmático y amplio como para evitar que la naturaleza se consagre como entidad metafísica o se consolide con un principio ontológico último”.
La mayoría de los llamados marxistas ortodoxos continúan sin comprender la cuestión ambiental, desconociendo la existencia de la base ecológica como condicionante de la economía y, en general, de la sociedad global humana.
Los manuales del materialismo dialéctico “ortodoxo” insisten en la separación entre hombre y naturaleza, presentando al primero como producto de la evolución y espejo pasivo del proceso natural. Lucio Coletti –en el prefacio al libro de Alfred Schmidt ya citado- señala que “con Stalin y, en general con el stalinismo, surgió sobre esta base la superstición de la inconmovible objetividad de las leyes histórica, que actúan independientemente de la voluntad de los hombres y no se diferencian en nada de las leyes de la naturaleza”.(16) G.L. Klein en su libro Spinoza in Soviet Philosophy, editado en 1952 en Londres, demuestra cómo el concepto spinoziano de sustancia ha influido en la concepción de la materia de la filosofía soviética.
Este criterio se basa en algunas ideas planteadas poe Engels en Dialéctica de la Naturaleza, como la afirmación – a nuestro juicio mecanicista- de que las leyes del pensar “surgen del seno de la naturaleza y reflejan sus caracteres”, (17) tesis que posteriormente fue la base de la discutible “teoría del reflejo” formulada por Lenin en su libro Materialista y Empiriocriticismo.
Según nuestro entender, el concepto de naturaleza no sólo ha sido malinterpretado por los epígonos del marxismo, sino también, y principalmente, por los partidarios del idealismo filosófico, quienes anteponen la Idea a la materia, como si ésta no fuera preexistente al hombre.
Por su parte, el positivismo – y su actual versión neopositivista- basado en el pensamiento decimonónico de progreso, ha considerado a la naturaleza como algo que debe ser “dominado” por el hombre. Su concepción antropocéntrica se remonta a Descartes, quien ya en el Discurso del Método manifestó: podemos emplear los elementos de la naturaleza y “convertirnos así en señores y poseedores de la naturaleza”. Este afán de dominio de la naturaleza se fue acentuando en la sociedad industrial, convirtiéndose en ideología.
La noción de progreso estuvo estrechamente vinculada con con esta tendencia compulsiva al dominio de la naturaleza por “el rey de la creación”. La expoliación pertinaz de la naturaleza ha comenzado a producir efectos alarmantes en la segunda mitad del presente siglo, a raíz del crecimiento deterioro ambiental y el agotamiento de los llamados “recursos naturales”. Ahora, dice Saint Marc, “la cuestión es dominar el dominio de la naturaleza”.(18)
El concepto de naturaleza y la indisoluble relación entre naturaleza y sociedad humana - componentes inescindibles de esa totalidad que es el ambiente- constituye uno de los aspectos teóricos esenciales a dilucidar por la nueva ciencia ambiental. La clarificación de este problema teórico – y en especial una nueva concepción de la historia en la que se entrelazan la historia del hombre con la historia de la naturaleza – permitirá establecer una nueva periodización del proceso histórico.

HACIA UNA PERIODIZACIÓN DE LA HISTORIA DEL AMBIENTE

Un intento de periodización ha sido formulado por Saint Marc, quien establece tres grandes etapas: una, que va desde la revolución agrícola hasta el surgimiento de la manufactura, caracteriza, según dicho autor, por la supeditación de la economía al ritmo de las leyes naturales; otra, desde la Revolución industrial, en que la actividad económica escapa a las leyes de la naturaleza; y , finalmente, la fase de la naturaleza, que sería la que estamos viviendo, en la cual escasez y fragilidad del espacio natural se han constituido en el más dramático de los problemas para la supervivencia del hombre. Opinamos que ésta, como otras periodizaciones, es insuficiente porque sólo toma en cuenta a la sociedad humana y, peor aún, a ciertos aspectos unilaterales de la misma. Tampoco son válidas para una historia del ambiente las etapas señaladas por la historiografía tradicional ni la concepción unilineal de la historia en sucesivos modos de producción. Menos es válida la clasificación de los períodos históricos establecidos por Comte, los neopositivistas y, en general, los ideólogos de la teoría del “progreso”.
No obstante los elogios del autor de la Teoría General de los Sistemas, Ludwig von Bertalanffy, a Spengler y Toynbee, a quienes presenta como ejemplos de cómo se debe concebir una historia globalizante y sistemática, nosotros creemos que estos autores no solamente subestiman a la naturaleza sino que sus enfoques de la propia sociedad humana son unilaterales, motivados en el caso de Spengler por la tesis unilineal del nacimiento, grandeza y decadencia de las culturas y, en Toynbee, por su discutible idea central según la cual del choque de las civilizaciones siempre surge una religión superior.
Establecer una periodización para América Latina es un problema más complejo aún, ya que los estudios históricos, hasta hace aproximadamente dos décadas, estuvieron asignados por una concepción de la historia fáctica, es decir, el relato de batallas, acontecimientos patrióticos, héroes mitologizados al estilo Carlyle, hechos políticos hipertrofiados, nombres de presidentes que se suceden en una visión caleidoscópica sin cualificación; en fin, una historiografía tradicional – que ni siquiera tuvo las virtudes ni la rigurosidad de un Ranke o un Mommsen.
El surgimiento de una nueva concepción de la historia en América Latina es reciente. Se han hecho algunos avances en el estudio global de la sociedad poniendo más énfasis en los grandes procesos sociales y económicos. Sin embargo, la mayoría de ellos está impregnado de una concepción “desarrollista”, en la que predomina el afán de obtener de la descripción histórica una justificación para el modelo de industrialización y de la “moderna sociedad” en contraposición a la “sociedad tradicional”, según palabras del publicitado sociólogo Gino Germani y de sus seguidores de la corriente cepalina. Para ellos, la naturaleza existe en la medida que entrega “recursos naturales” que sirvan al “progreso” industrial. En los últimos años, la crisis ecológica que conmueve al mundo ha obligado a ciertos autores de esta tendencia a plantear la tesis del “desarrollo sin deterioro”, ocultando, con deliberación o sin ella, que el deterioro es precisamente el resultado del tipo de desarrollo que dicen defender.
En cuanto a los investigadores latinoamericanos que manejan el método del materialismo histórico, está también ausente, quizá por otras razones, la consideración de la naturaleza. Esta falla les ha impedido captar la totalidad, parcelando el conocimiento de la realidad ambiental.
Se necesita, por consiguiente, un enfoque totalizante para esbozar una periodización de la historia latinoamericana. El problema es que toda periodización conduce a formas variadas de unilateralidad, máxime si se trata de enfocar globalmente naturaleza y sociedad humana. Toda periodización establece un corte cronológico, dejando la falsa impresión de que pueblos, como los indígenas, dejaron de existir con la colonización blanca. La verdad es que las culturas aborígenes no terminan con la conquista española ni durante la represión de la república de los criollos, sino que han supervivido hasta la actualidad en su ecosistema.
Una historia del ambiente debería considerar una primera fase, preexistente al hombre, constituida por el surgimiento del continente americano. Este período – que podríamos denominar el medio natural antes de la aparición del hombre – comprende las primeras formaciones geológicas, el clima, los ríos y lagos, la flora y la fauna, hasta la llegada del hombre al continente en el cuaternario tardío, es decir, aproximadamente unos cien mil años. Esta primera gran etapa histórica debe ser clasificada en subperíodos, cuya caracterización tendrá que ser precisada por un equipo transdisciplinario de geólogos, arqueólogos, paleontólogos, biólogos, etcétera.
La segunda fase se inaugura con los pueblos recolectores, pescadores, y cazadores. Abarca desde la formación de las primeras comunidades en América Latina hasta aproximadamente unos 3000 años antes de nuestra era en algunas regiones. Esta fase podría llamarse la era de la integración del hombre a la naturaleza. La tercera fase comienza con la revolución neolítica de los pueblos agroalfareros y minerometalúrgicos, que alcanza su culminación en las altas culturas americanas: maya, inca y azteca. Este período podría denominarse las altas culturas aborígenes y el comienzo de la alteración de los ecosistemas latinoamericanos.
La cuarta fase se inicia bruscamente con la colonización española y llega hasta la época de la industrialización: desde 1500 hasta 1930, aproximadamente. Podría llamarse el proceso histórico de la dependencia y el deterioro de los ecosistemas latinoamericanos.
La quinta fase abarca desde el inicio del proceso industrial de sustitución de importaciones hasta la actualidad; podría denominársele: la sociedad industrial urbana y la crisis ambiental de América Latina.
En nuestro trabajo, trataremos de desarrollar las características esenciales de cada uno de estos períodos, lo que nos permitirá obtener información acerca de cuáles procesos han sido para beneficio o detrimento de los ecosistemas. La crisis ecológica contemporánea es el resultado de un largo proceso histórico, que es necesario analizar para la formulación de una estrategia que permita superar el actual deterioro ambiental.

________________________
Notas:
(1) Georges Canguilhem, El conocimiento de la vida, Madrid, Ed. Anagrama, 1976, p.101.
(2) John D. Bernal, Historia Social de la Ciencia, Barcelona, tomo I, p. 373.
(3) Ibídem, tomo I, p. 424,425 y 437.
(4) Edgar Morin, Ecología y Revolución, Caracas, reimpreso por el Boletín OESE, agosto 1974, núm. 8, p. 6.
(5) Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto, México, Ed. Grijalbo, 1976, p.57, 58 y 268.
(6) José Balbino León, Notas al programa de Ecología y Ambiente de la Universidad del Zulia, Facultad de Arquitectura, noviembre de 1977.
(7) Luis Vitale, Hacia una ciencia del ambiente, papel de trabajo presentado al Seminario interno del CENAMB, Caracas, junio, 1978.
(8) John Mc Hale, El contexto ecológico, cap. I, trad. de The Ecological Context, Londres 1971, por el Dep. de Acondicionamiento Ambiental de la Facultad de Arquitectura y Urb. De la UCV.
(9) Ibid.
(10) Amos Rappaport, Algunos aspectos de la organización del espacio urbano, trad. del Dep. de
Acondicionamiento Ambiental de la Facultad de Arquitectura de la UCV, 1972.
(11) Mao Tse Tung, Á propos de la contradiction, París, Ed. Sociales, 1955, Oeuvres Choisies, t. I, p.379.
(12) H. Lefevre, La naturaleza, fuente de placer, Madrid, 1978.
(13) Carlos Marx, La Ideología Alemana, Berlín, Mega, 1932, T. v, 1, p.567. Esta frase no fue incluida “en la redacción definitiva de La Ideología Alemana, tal como aparecen en la edición publicada en Berlín en 1953”. (A. Schmidt, El concepto de naturaleza en Marx, Ed. Siglo XXI p. 65).
(14) Federico Engels, Anti-Dûhring, México, Ed. Grijalbo, 1968. p. 23.
(15) Alfred Schmidt, El concepto de Naturaleza en Marx, Madrid, Ed. Siglo XXI, 1977, p. 24-25.
(16) Ibid., p. 233.
(17) Nicola Baldoni y otros, Lenin, Ciencia y Política, Buenos Aires, Ed. Tiempo Contemporáneo, 1973, p. 13.
(18) P. Saint Marc, Ecología y Revolución, reimpreso por el Boletín OESE, núm. 7, Caracas, julio 1974.

lunes, 5 de julio de 2010

André Gorz "La ideología social del automóvil"

El interesante ensayo que sigue fue escrito en septiembre-octubre 1973 y publicado en Le Sauvage. Poteriormente formó parte del artículo "Ecología y Sociedad", de 1974, que se encuentra entero en la web de CAI (ex-CICA). Mantiene su vigencia y es claro en exponer una de las mayores contradicciones que se generan dentro del sistema capitalista.


La Ideología Social del automóvil

André Gorz

El gran problema de los coches es que con ellos sucede lo mismo que con los castillos o con los chalets en la playa: son bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de la minoría de los muy ricos y a los que nada, en su concepción o su naturaleza, destinaba el uso del pueblo. A diferencia del aspirador, de la televisión o de la bicicleta, que siguen conservando la integridad de su valor de uso cuando ya todo el mundo dispone de ellos, el coche, al igual que el chalet en la playa, no tiene interés ni ventaja alguna más que en la medida en que la masa no dispone de ellos. Y ello se debe a que tanto por su concepción como por su destino original el coche es un bien de lujo. Y el lujo, por definición, es imposible de democratizar: si todo el mundo accede a un lujo, nadie saca provecho de su disfrute; por el contrario: todo el mundo arrolla, frustra y desposee a los demás y es arrollado, frustrado y despo­seido por ellos.

El razonamiento lo admitiría cualquier tratándose de un chalet en la playa: todavía no se ha presentado ningún demagogo pretendiendo que la democratización de las vacaciones pasa por aplicar el principio: un chalet con playa privada para cada familia. Cualquiera comprende que si cada una de los 13 o 14 millones de familias existentes en Francia tuvieran que disponer aunque sólo fuera de 10 metros de costa, serían precisos 140.000 kilómetros de playas para que todo el mundo que­dara satisfecho. Atribuir a cada cual su porción equivaldría a parcelar las playas en trozos tan diminutos -o a amontonar tanto los chalets- que su valor de uso sería nulo hasta llegar a desaparecer sus posibles ventajas frente a un complejo hotelero. En suma, queda claro que la democratización del acceso a las playas no admite más que una solución: la solución colectivista. Y esta solución pasa forzosamente por la lucha contra el lujo que constituyen las playas privadas, privilegios que una pe­queña minoría se arroga a expensas de todos.

¿Por qué no se admite respecto a los transportes el mismo razonamiento que se aplica a las playas? ¿Es que acaso un coche no ocupa un espacio tan escaso como el que pueda ocupar un chalet en la playa? ¿Es que no expolia a los demás usuarios de la calzada (peatones, ciclistas, usuarios del autobús o del tranvía)? ¿Es que acaso no pierde todo su valor de uso cuando todo el mundo utiliza el suyo? Y sin em­bargo abundan los demagogos que afirman que cada familia tiene derecho a un coche, por lo menos, y que es al “Estado” a quien toca actuar de modo que cada cual pueda estacionar a su antojo en la ciudad o irse de vacaciones a la vez que los demás, a más de 100 Km. por hora.

Lo monstruoso de esta demagogia salta a los ojos, pero sin embargo la izquierda recurre a ella con frecuencia. ¿Por qué se sigue tratando al coche como una vaca sagrada? ¿Por qué a diferencia de otros bienes privativos no es reconocido como un lujo antisocial? La respuesta hay que buscarla en los dos aspectos siguientes del automovilismo:

1. El automovilismo de masas materializa un triunfo absoluto de la ideología bur­guesa en el terreno de la práctica cotidiana: fundamenta y cultiva en cada individuo la creencia ilusoria de que cada cual puede prevalecer y destacar a expensas de los demás. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente “a los demás”, a los que sólo percibe en tanto que molestias y obstáculos materiales para su propia velocidad; este egoísmo agresivo y competi­tivo representa el triunfo, gracias al automovilismo cotidiano, de un comporta­miento universalmente burgués (“nunca se podrá construir el socialismo con esta gente”, me decía un amigo de Alemania oriental, consternado ante el espectáculo de la circulación parisiense).

2. El automóvil ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha resul­tado desvalorizado por su propia difusión. Pero esta devaluación práctica no ha acarreado su devaluación ideológica: el mito del placer y de la ventaja del coche persiste aún cuando, si se generalizaran los transportes públicos, quedaría demos­trada su aplastante superioridad. La persistencia de este mito se explica con facili­dad: la generalización del automovilismo individual ha suplantado a los transportes colectivos, modificado el urbanismo y el hábitat y transferido al coche ciertas fun­ciones que su propia difusión ha hecho necesarias. Será precisa una revolución ideológica (cultural) para romper este círculo vicioso. Revolución que es inútil esperar de la clase dominante actual (de derechas o de “izquierdas”).

Veamos más de cerca estos dos puntos.

En la época en que fue inventado, el coche tenía la finalidad de procurar a unos cuantos burgueses muy ricos un privilegio totalmente inédito: el de circular mucho más aprisa que los demás. Nadie hubiera podido ni soñarlo hasta entonces: la velocidad de las diligencias era poco más o menos la misma independientemente de que se fuera rico o pobre; la calesa del señor no circulaba mucho más aprisa que la carreta del campesino y los trenes llevaban a todos los pasajeros a la misma veloci­dad (sólo empezaron a adoptar velocidades diferenciadas tras la aparición del coche y del avión como competidores directos). No existía por aquél entonces una veloci­dad de desplazamiento para una élite y otra para el pueblo. El automóvil iba a poner fin a esta situación: hacía extensivas, por primera vez, las diferencias de clase al mundo del transporte.

Este medio de transporte apareció en un principio como algo inaccesible para las masas en tanto que era diferente de los medios de locomoción ordinarios: no existía nada en común entre el automóvil y los restantes medios de transporte: la carreta, el tren, la bicicleta o el ómnibus de caballo.

Seres de excepción se paseaban a bordo de un vehículo de autotracción, de más de una tonelada de peso, y cuyos órganos mecánicos, de una extrema complicación, eran tanto más misteriosos cuanto que permanecían ocultos a las miradas. Porque se daba este aspecto que tuvo gran importancia en el desarrollo del mito del auto­móvil: por primera vez unos hombres cabalgaban vehículos individuales cuyos mecanismos de funcionamiento eran para el gran público totalmente desconocidos y cuyo mantenimiento y alimentación debían ser confiados a especialistas. Parado­jas del coche automóvil: en apariencia confería a sus propietarios una independen­cia ilimitada, que les permitía desplazarse a horas y siguiendo itinerarios elegidos a su antojo a una velocidad igual o superior a la del tren. Pero, a la hora de la verdad, esta autonomía aparente tiene como reverso una dependencia radical: a diferencia del jinete, del carretero o del ciclista, el automovilista pasaba a depender para su alimentación energética así como para la reparación de la más mínima avería, de los comerciantes y especialistas de la carburación, de la lubricación, de la instalación eléctrica y del recambio de piezas. A diferencia de todos los anteriores propietarios de medios de locomoción, el automovilista iba a establecer una rela­ción de usuario y de consumidor -y no de poseedor y de dueño- con el vehículo del que era propietario. Dicho de otra forma, este vehículo iba a obligarle a consu­mir y a utilizar una multitud de servicios mercantiles y de productos industriales que sólo ciertos establecimientos especializados podían suministrarle. La aparente autonomía del propietario de un automóvil encubría su radical dependencia.

Los magnates del petróleo fueron los primeros en percatarse del provecho que podía sacarse de una difusión del automóvil a gran escala: si el pueblo deseaba que se le permitiera circular en un coche con motor, se le podría vender la energía necesaria a su propulsión. Por primera vez en la historia los hombres pasarían a depender para su locomoción de una fuente de energía mercantilizada. Los clientes de la industria petrolífera serían tantos como los automovilistas y como habría tantos automovilistas como familias toda la población pasaría a convertirse en cliente de los magnates del petróleo. Iba a hacerse realidad el sueño de todo capita­lista: todos los hombres iban a depender para sus necesidades cotidianas de una mercancía monopolizada por una sola industria.

No faltaba más que incitar al pueblo a que circulara en coche. Es probable que éste no se hiciera de rogar: bastaba, mediante la fabricación en serie y el montaje en cadena, con bajar lo suficiente el precio de los coches; la gente se precipitaba a comprarlos. Efectivamente se precipitaron sin darse cuenta de que se les estaba timando. ¿Qué les prometía la industria del automóvil? Pura y simplemente esto: “Vosotros también tendréis el privilegio a partir de ahora de circular como los señores y los burgueses, más deprisa que los demás. En la sociedad del automóvil, el privilegio de la élite está a vuestro alcance”. La gente se precipitó sobre los coches hasta el momento en que habiendo accedido a ellos hasta los propios obreros, los automovilistas comprendieron que les habían tomado el pelo.

Se les había prometido un privilegio de burgués; se habían endeudado con tal de acceder a él y he aquí que se percataban de que todo el mundo accedía al privilegio al mismo tiempo que ellos. Pero... ¿en qué queda convertido un privilegio cuando todo el mundo accede a él?

En un timo monumental. O peor todavía, en el sálvese quien pueda. Es la parálisis general por el colapso general. Porque cuando todo el mundo quiere circular a la velocidad privilegiada de los burgueses, el resultado es que acaba por no circular nadie, que la velocidad de circulación urbana cae -en Boston como en París, en Roma o en Londres- por debajo de la del ómnibus a tracción y que la velocidad media en carreteras durante los fines de semana es inferior a la velocidad de un ciclista.

Y no hay nada que hacer: se ha intentado todo, y no se consigue, a fin de cuentas, más que agravar el mal. Por mucho que se multipliquen las vías radiales o las circunvalaciones, las transversales aéreas, las autopistas de seis carriles o de peaje el resultado es siempre el mismo: cuantas más vías se crean más coches afluyen a ellas y más paralizante se torna la congestión de la circulación urbana. Mientras sigan existiendo las ciudades el problema no tendrá solución: por rápida que sea la vía de entrada, por alta que sea la velocidad a la que marchen los vehículos al penetrar en la ciudad, no puede ser superior a la velocidad a la que discurren en el interior de la red urbana. Mientras la velocidad media en París siga siendo de 10 a 20 km/h según las horas, no será posible abandonar a más de 10 o 20 km/h las circunvalaciones y autopistas que afluyen a la ciudad. E incluso es posible que la velocidad media sea inferior desde el momento en que los accesos se encuentren saturados, con lo que los embotellamientos se prolongarán varias decenas de km tan pronto como se produzca una saturación en las carreteras de acceso.

Otro tanto ocurre en el interior de la ciudad. Es imposible circular a más de 20 km/h de media en la maraña de calles, avenidas y plazas que en la actualidad caracterizan a las ciudades. Toda inyección de vehículos más rápidos perturba la circulación urbana provocando continuos embotellamientos y, finalmente, la pará­lisis.

Si el coche tiene que prevalecer a toda costa no existe más que una solución: supri­mir las ciudades, es decir, esparcirlas a lo largo de grandes extensiones de cientos de kms., de avenidas monumentales, de arrabales autopísticos. En suma, lo que se ha hecho en Estados Unidos. Iván Illich resume así los resultados de esta magna obra: “El americano típico consagra mas de mil quinientas horas al año (es decir treinta horas a la semana, o cuatro horas al día, domingos inclusive) a su coche; este cálculo incluye las horas que pasa al volante, en marcha o parado; las horas de trabajo necesarias para pagar la gasolina, las ruedas, los peajes, el seguro, las mul­tas y los impuestos. Este americano precisa mil quinientas horas para recorrer (al año) 10.000 km. 6 kilómetros por hora. En los países desprovistos de una indus­tria del transporte, la gente se desplaza a la misma velocidad yendo a pie, con la ventaja suplementaria de que pueden trasladarse a donde les da la gana sin tener por qué seguir las carreteras asfaltadas”.

Es cierto, precisa Illich, que en los países no industrializados los transportes no absorben más que del 3 al 8% del tiempo social (lo que seguramente corresponde a un promedio de 2 a 6 horas por semana). Conclusión sugerida por Illich: el hombre a pie recorre tantos kms. en una hora consagrada al transporte como el hombre motorizado, pero consagra a sus desplazamientos de cinco a diez veces menos tiempo.

Moraleja: cuanto más menudean en una sociedad los vehículos rápidos, más -a partir de un cierto límite- tiempo emplea la gente en desplazarse. Es matemático. ¿La razón? Acabamos de verla: las aglomeraciones humanas han acabado espar­ciéndose en innumerables arrabales autopísticos porque era la única forma de evi­tar la congestión de los centros de habitación. Pero esta solución tiene un reverso evidente: finalmente resulta que la gente no puede circular a gusto porque están lejos de todo. Para hacer sitio al coche han multiplicado las distancias: se vive lejos del lugar de trabajo, lejos de la escuela, lejos del supermercado -lo que exigirá un segundo coche para que “el ama de casa” pueda hacer las compras y llevar a los niños a la escuela-. ¿Salidas? Ni hablar del asunto ¿Amigos? Los vecinos... y gracias. A fin de cuentas el coche acaba haciendo perder más tiempo del que econo­miza y creando más distancias de las que permite salvar. Naturalmente existe la posibilidad de ir al trabajo a 100 por hora; pero es porque se vive a 50 kms de distancia y se está dispuesto a perder media hora en cubrir los 10 últimos kms. Balance: “La gente acaba por trabajar una buena parte de la jornada laboral para pagar los desplazamientos necesarios para acudir al trabajo” (Ivan Illich)

Puede que usted replique: “Al menos de este modo, se escapa al infierno de la ciudad una vez concluida la jornada laboral”. Ahí está la cuestión, justamente. “La ciudad” es sentida como un infierno y sólo se piensa en escapar de ella yéndose a vivir al campo, en tanto que para generaciones enteras la ciudad, objeto de entu­siasmos, era el único lugar en el que valía la pena vivir. ¿Por qué se ha producido este cambio de actitud? Por una sola razón: porque el coche ha acabado por hacer inhabitable la gran ciudad. La ha hecho pestilente, ruidosa, asfixiante, polvorienta, hasta el extremo de que la gente ya no tiene ningún interés en salir por la noche. De modo que puesto que los coches han asesinado a la ciudad, se hacen necesarios coches más rápidos para huir de ella a través de las autopistas hacia zonas cada vez más lejanas. Impecable circularidad: dennos ustedes más coches para huir de los estragos ocasionados por los coches. De objeto de lujo y de fuente de privilegios, el coche ha pasado a convertirse en objeto de una necesidad vital: es imprescindible para evadirse del infierno ciudadano que él mismo ha originado. Para la industria capitalista la jugada está clara: lo superfluo se ha convertido en necesario. Ni si­quiera es preciso persuadir a la gente de que necesita un coche: su necesidad está inscrita en las cosas. Es cierto que pueden aparecer ciertas dudas cuando se asiste a la evasión motorizada que se produce en determinados momentos: entre las 8 y las 9,30 de la mañana y las 5,30 y las 7 de la tarde y durante los fines de semana, los medios de evasión/locomoción se extienden en verdaderas procesiones, paracho­ques contra parachoques, a la velocidad, en el mejor de los casos, de un ciclista y en medio de inmensos y densos nubarrones de gasolina y plomo. ¿Qué se ha hecho de las ventajas del coche? ¿Qué queda de ellas cuando, como era inevitable, la velocidad tope en las carreteras queda limitada por la que está en condiciones de desarrollar el vehículo más lento?

Tras haber asesinado a la ciudad es el propio coche el que asesina al coche. Tras haber prometido a todo el mundo que circularía más deprisa, la industria del auto­móvil nos conduce al resultado rigurosamente previsible de que todo el mundo va tan despacio como el más lento de todos, a una velocidad determinada por las leyes simples de la dinámica de fluidos. O lo que es peor: inventado para permitir que su propietario fuera a donde quisiera a la velocidad y a la hora que prefiera, el coche ha acabado por convertirse en el más esclavo, aleatorio, imprevisible e incómodo de los vehículos: si usted elige una hora de salida extravagante, nunca sabe cuándo le permitirán llegar los tapones. Se encuentra ligado a la autopista de modo tan inexorable como el tren a sus raíles. Al igual que el viajero ferroviario, no puede pararse de improviso y no tiene más remedio que avanzar a una velocidad determi­nada por los demás. En suma, el coche reúne todas las desventajas del tren -aparte de las que le son propias: vibraciones, agujetas, riesgos de colisión, nece­sidad de conducir el vehículo uno mismo- y ninguna de sus ventajas.

Pero, a pesar de todo, se me responderá, la gente no coge el tren. ¡Y cómo quiere que lo cojan! ¿Acaso ha intentado usted ir de Boston a Nueva York en tren? ¿O de Garches a Fontainebleau? ¿O de Colombres a Isle-Adam? ¿Lo ha intentado en sábado o domingo en pleno verano? Pues hágalo y tendrá ocasión de constatar que el capitalismo automovilístico lo tiene todo previsto: en el preciso momento en que el coche iba a asesinar al coche, ha conseguido la desaparición de toda solución de recambio: una forma óptima de subrayar el carácter obligatorio del coche. El Es­tado capitalista ha permitido primero que se degradaran y después que se suprimie­ran los enlaces ferroviarios entre las ciudades, entre sus arrabales y sus zonas verdes. Sólo ha cuidado con celo los lazos interurbanos de gran velocidad que disputan a los transportes aéreos su clientela burguesa. El aerotren, que hubiera podido poner las costas y los parajes agrestes al alcance de los domingueros, ser­virá para ganar quince minutos entre dos ciudades lejanas y para descargar en las terminales a unos cuantos centenares de viajeros que los transportes urbanos no estarán en condiciones de acoger, ¡Y a eso le llaman progreso!

La verdad es que nadie tiene opción: no se es libre de tener coche o no porque el universo suburbano está pensado en función del coche y otro tanto ocurre con el urbano. Es por ello que la solución revolucionaria ideal que consistiría en suprimir el coche en provecho de la bicicleta, del tranvía, del autobús y del taxi sin chofer ya no es aplicable en las ciudades autopísticas como Los Ángeles, Detroit, Houston, Trappes e incluso Bruselas, modeladas por y para el automóvil. Ciudades desperdi­gadas, diseminadas a lo largo de calles completamente vacías en las que se alinean edificios idénticos y en las que el paisaje (el desierto) urbano significa: “Estas calles están pensadas para circular tan deprisa como sea posible desde el centro de trabajo al domicilio y viceversa. Son calles para pasar, no para estar. Una vez terminado el trabajo uno sólo puede quedarse en casa y toda persona que circule de noche por la calle será considerada como un delincuente”. En ciertas ciudades americanas el hecho de callejear a pie de noche ya se considera una presunción de delito.

¿No se puede hacer ya nada para poner remedio a esta situación? Sí, pero la alter­nativa al coche debe ser global. Porque para que la gente pueda renunciar al coche, no basta con ofrecer unos transportes colectivos más cómodos: es preciso que pueda prescindir por completo del uso constante de los transportes, lo que sólo es posible si se siente como en su casa en su barrio, en su distrito, en su ciudad a escala humana, de modo que llegue a gustarle ir a pie desde su trabajo hasta su domicilio -a pie o si lo desea en bicicleta-. Ningún medio de transporte, por rápido que sea, podrá nunca llegar a compensar de la molestia de vivir en una ciudad inhabitable, de no sentirse cómodo en ningún sitio, de pasar por la calle sólo para ir a trabajar o bien para aislarse y dormir.

“Los usuarios, escribe Illich, romperán las cadenas del transporte todopoderoso el día que empiecen a amar su islote de circulación y empiecen a temer alejarse dema­siado a menudo”. Pero para poder amar su “territorio”, su “islote de circulación” será necesario que se haga habitable y por tanto no circulable; que el barrio o el distrito vuelva a ser el microcosmos modelado por y para las actividades humanas en el que la gente trabaje, viva, se conozca, se instruya, se comunique, y gestione en común el medio social de su vida en común. Tal como respondió Marcuse cuando se le preguntó en una ocasión cuándo sería abolido el despilfarro capita­lista: “Vamos a tratar de destruir las grandes ciudades y a construir otras distintas. Esto ya nos llevará unos cuantos meses.”

Puede imaginarse que estas nuevas ciudades serán federaciones de barrios, rodea­dos de parajes verdes en los que los ciudadanos -y particularmente los escola­res- dedicarán varias horas semanales a cultivar los productos frescos necesarios a su subsistencia. Para sus desplazamientos cotidianos, dispondrán de una gama completa de medios de transporte adaptados a las características de una ciudad de tamaño medio: bicicletas municipales, tranvías o trolebuses, taxis eléctricos sin chofer. Para sus desplazamientos de más importancia, por ejemplo para ir al campo, al igual que para el transporte de los huéspedes, se dispondrá de un contin­gente de automóviles colectivos repartidos por los garajes de los diferentes ba­rrios. El coche habrá dejado de ser necesario. Y es que todo habrá cambiado: el mundo, la vida, la gente. Esto no llegará a ocurrir por sí solo. ¿Qué puede hacerse entre tanto para llegar a esa situación? Antes que nada no plantear nunca aislada­mente el problema del transporte, ligarlo siempre al problema de la ciudad, de la división social del trabajo y de la compartimentación que ésta ha introducido en las diversas dimensiones de la existencia: un lugar para trabajar, otro lugar para alo­jarse, un tercero para aprovisionarse, un cuarto para instruirse, un quinto para divertirse. El despedazamiento del espacio prolonga la desintegración del hombre iniciada por la división del trabajo en la fábrica. Corta en rodajas al individuo, corta su tiempo, su vida, en parcelas completamente diferenciadas a fin de que en cada una de ellas sea un consumidor pasivo indefenso ante los comerciantes, a fin de que nunca se le ocurra que el trabajo, la cultura, la comunicación, el placer, la satisfacción de las necesidades y la vida personal pueden y deben ser una sola y misma cosa: la unidad de una vida, sostenida por el tejido social de la comunidad.