Anselm Jappe
Hay dos noticias. La buena noticia es que nuestro viejo enemigo, el capitalismo, parece encontrarse en una crisis gravissima. La mala noticia es que, por el momento, no se ve ninguna forma de emancipación social que esté realmente a nuestro alcance; además nada puede garantizar que el fin posible del capitalismo desemboque en una sociedad mejor. Es como constatar que la cárcel en donde estamos encerrados desde hace mucho se ha incendiado, pero que las cerraduras de las puertas siguen bloqueadas.
Quisiera iniciar con un recuerdo personal. Visité México por primera vez en1982. Tenía 19 años, y mi mochila en la espalda. Vivía entonces en Alemania. En esos tiempos, se hablaba del “Tercer Mundo” y su miseria, pero otra cosa era descubrirlo personalmente y ver a los niños descalzos pidiendo limosna en la calle. En la ciudad de México, me hospedaba en una especie de hotel de la juventud gestionado por unos suizos. Una noche, al regresar, muy afectado por la visión de la pobreza en la ciudad, empecé a leer un ejemplar de la revista alemana Der Spiegel que se encontraba por ahí. Me fijé en un largo reportaje sobre el estado de la sociedad alemana, que en ese momento, parecía encontrarse en su apogeo. La descripción era de lo más desoladora: sólo se hablaba de depresiones, de farmacodependencias, de familias desestructuradas, de jóvenes desmotivados y del deterioro social. Yo mismo me sentía hundido en un abismo. Ya tenía una cierta experiencia de la crítica teórica y práctica del capitalismo, del cual pensaba todo el mal posible. Pero nunca antes había sentido con tanta fuerza en qué mundo estamos viviendo, un mundo en el cual algunos mueren de hambre y los otros, los que supuestamente se encuentran del lado mejor, son tan infelices que se atiborran de medicamentos o se matan. Sentía que los pobres son infelices y los “ricos” también, de tal forma que el capitalismo es un sufrimiento para todos. Entendí que este sistema, en última instancia, no es provechoso para nadie, que “desarrollar” a los pobres para que se vuelvan como los ricos no serviría de nada, y que la sociedad de la mercancía es el enemigo del género humano.
Al mismo tiempo, en 1982, este sistema parecía fuerte, muy fuerte. Era deprimente considerar la correlación de fuerzas entre quienes, de una forma o de otra, querrían cambiar ese sistema y el sistema mismo, con el consenso que a pesar de todo lograba mantener y con los beneficios materiales que todavía podía distribuir.
Hoy, parece que la situación ha cambiado radicalmente. En estos días, en Europa, las instancias políticas y los medios evocan guiones de posibles catástrofes, del tipo argentino. No es necesario comentar más el hecho de que, en todas partes, se percibe una crisis del capitalismo muy grave, permanente por lo menos desde 2008. Quizás algunos de ustedes han leído la traducción de un artículo mío(1), en donde trato de imaginar lo que pasaría si el dinero, todo el dinero, empezaría a perder su papel, después de un derrumbe financiero y económico. El periódico francés mas importante, Le Monde, lo publicó y muchos lectores lo comentaron : sin embargo, pienso que hace apenas unos años, me hubieran clasificado en la misma categoría que los que ven ovnis...
Una primera observación que es importante hacer es que esta crisis del capitalismo no se debe a las acciones de sus adversarios. Todos los movimientos revolucionarios modernos y casi toda la crítica social siempre imaginaron que el capitalismo iba a ser vencido por fuerzas organizadas, decididas a abolirlo y a sustituirlo por algo mejor. La dificultad era vencer el inmenso poder del capitalismo, que se ubicaba tanto en las armas de sus ejércitos como en lo que había metido en las cabezas de la gente; pero si esto se lograba, la solución estaba al alcance de la mano. De hecho, la existencia de un proyecto de sociedad alternativa era lo que, en última instancia, causaba las revoluciones.
Lo que vemos hoy, es el derrumbe de un sistema, su auto-destrucción, su agotamiento, su hundimiento. Finalmente, se topó con sus límites, con los límites de la valorización del valor, que se ubicaban en su núcleo desde un principio. El capitalismo es esencialmente una producción de valor, que se representa en el dinero. En la producción capitalista, solo lo que permite conseguir dinero tiene interés. Esto no se debe principalmente a la codicia de unos capitalistas malvados. Deriva del hecho de que solo el trabajo puede atribuirles “valor” a las mercancías. Esto implica que las tecnologías no añaden un valor suplementario a las mercancías. Conforme más se usan maquinarias y nuevas tecnologías, menos valor hay en cada mercancía. Pero, la competencia empuja incesantemente a los dueños del capital a utilizar tecnologías que remplacen al trabajo. De esta manera, el capitalismo destruye sus propias bases, y lo hace desde el inicio. Solo el aumento continuo de la producción de mercancías puede contrarrestar el hecho de que cada mercancía contiene cada vez menos “valor”, y por lo tanto también menos plusvalor, traducible en dinero. Son conocidas las consecuencias ecológicas y sociales de esta loca carrera hacia una mayor productividad. Pero es también importante subrayar que la caída de la masa de valor no puede ser compensada eternamente y que provoca finalmente una crisis de la acumulación del capital mismo. En las últimas décadas, una acumulación deficiente ha sido sustituida por la simulación a través de la finanza y el crédito. Ahora, esta forma de vida “bajo perfusión” del capital encontró también sus límites y la crisis del mecanismo de la valorización parece ahora irreversible.
Esta crisis no es, como algunos quieren hacer creer, una trampa de los capitalistas, para imponer medidas aun más desfavorables a los trabajadores y los beneficiarios de ayudas públicas, para desmantelar a las estructuras públicas y aumentar las ganancias de los bancos y de los super-ricos. Es cierto que algunos actores económicos logran sacar grandes beneficios de la crisis, pero esto solo significa que un pastel cada vez más pequeño se divide en porciones más grandes entre un número más reducido de competidores. Es evidente que esta crisis está fuera de control y amenaza a la supervivencia del sistema capitalista en cuanto tal.
Por supuesto, no significa necesariamente que estemos asistiendo al último acto del drama iniciado hace 250 años. Que el capitalismo haya alcanzado sus límites – en términos económicos, ecológicos, energéticos – no significa que vaya a derrumbarse de un día para otro, aunque esto no esté del todo excluido. Más bien se puede prever un largo periodo de declive de la sociedad capitalista, con unos islotes repartidos en todas partes, a veces protegidos por muros, en donde la reproducción capitalista aún funcionaría, y con amplias regiones de tierra quemada, en donde los sujetos post-mercantiles buscarían sobrevivir de cualquier forma posible. El tráfico de drogas y los que rebuscan en los basureros son dos de los rostros más emblemáticos de un mundo que reduce a los seres humanos a la condición de “desechos”, cuyo mayor problema ya no es el de ser explotados sino simplemente de resultar superfluos desde el punto de vista de la economía mercantil, sin tener la posibilidad de regresar a las formas pre-capitalistas de una economía de subsistencia, basada en la agricultura y la artesanía. Ahí donde el capitalismo y su ciclo de producción y consumo dejará de funcionar, no será posible regresar a las antiguas formas sociales. El riesgo es entrar en nuevas configuraciones que combinen los peores elementos de las formaciones sociales anteriores. Y no hay duda de que quienes vivirán en los sectores de la sociedad que aún funcionen van a defender sus privilegios con todo, con armas y técnicas de vigilancia cada vez más perfeccionadas. Como bestia agonizante, el capitalismo puede todavía causar terribles estragos, no solo desencadenando guerras y violencias de todo tipo, sino también provocando daños ecológicos irreversibles, con la diseminación de OGM, de nanopartículas, etc. Entonces, la pésima salud del capitalismo sólo es una condición necesaria para el advenimiento de una sociedad liberada; de ninguna manera es una condición suficiente, en términos filosóficos. El hecho de que la cárcel esté en llamas no nos sirve de nada si la puerta no se abre, o si se abre hacia un precipicio.
Implica una gran diferencia con el pasado: durante más de un siglo, la tarea de los revolucionarios fue encontrar cómo acabar con el monstruo. Si se lograba eso, era inevitable que el socialismo, la sociedad libre – o cualesquiera que fuera su nombre – le sucediera. Hoy, la tarea de los que una vez eran los revolucionarios se presenta de manera invertida: frente a los desastres provocados por las revoluciones permanentes operadas por el capital, se trata de “conservar” algunas adquisiciones esenciales de la humanidad y tentar de llevarlas hacia una forma superior.
Ahora ya no es necesario demostrar la fragilidad del capitalismo, el cual ha agotado su potencial histórico de evolución – y esto es una buena noticia. Otra buena noticia es que tampoco se debe de concebir la alternativa al capitalismo bajo formas que más bien lo continúan. Diría que hay mucho más claridad en lo que se refiere a los objetivos de la lucha hoy en día que hace cuarenta años. Afortunadamente, dos maneras – a menudo entrelazadas – de concebir el post-capitalismo, que dominaron durante todo el siglo XX, han perdido mucha credibilidad, aunque estén lejos de haber desaparecido. Por un lado, el proyecto de superar el mercado con el Estado, la centralización, la modernización, y de confiar la lucha para alcanzar este objetivo a organizaciones de masas dirigidas por funcionarios. Poner a trabajar a todos era la meta principal de estas formas del “socialismo real”: hay que recordar que tanto para Lenin como para Gramsci, la fábrica de Henry Ford era el modelo para la producción comunista. Es cierto que la opción estatal sigue teniendo sus adeptos, sea bajo la forma del entusiasmo con el caudillo Chavez o con el planteamiento de más intervencionismo estatal en Europa. Pero en conjunto, el leninismo en todas sus variantes ha tenido que reducir su control sobre los movimientos contestatarios desde hace treinta años, y esto es muy positivo.
La otra manera de concebir la superación del capitalismo en una forma que más bien pareciera ser su intensificación y modernización se basa en una confianza ciega en los beneficios de las fuerzas productivas y la tecnología. En ambos casos, la sociedad socialista o comunista era concebida esencialmente como una distribución más justa de los frutos del desarrollo de una sociedad industrial por lo demás ampliamente conservada. La esperanza de que la tecnología y las maquinarias vayan a resolver todos nuestros problemas ha sufrido golpes severos desde hace cuarenta años, por el nacimiento de una conciencia ecológica y porque los efectos paradójicos de la tecnología sobre los seres humanos se han hecho más evidentes. (Quisiera recordar en este lugar que Iván Illich, a pesar de las reservas que podría formular sobre algunos aspectos de su obra, ha tenido el enorme mérito de poner en evidencia estos aspectos paradójicos, y quebrantar así la fe en el “Progreso”). Si bien la creencia que el progreso tecnológico lleva al progreso moral y social ya no asume la forma de la exaltación de la siderurgia o las centrales nucleares “socialistas”, o la del elogio incondicional del productivismo, ha encontrado sin embargo una nueva vida en las esperanzas a menudo grotescas que algunos nutren a propósito de la informática y la producción “inmaterial”. Es el caso por ejemplo en ocasión del debate actual sobre la “apropiación”, al cual se ha asociado recientemente los conceptos de “commons” y de “bien común”. Es cierto que toda la historia (y la prehistoria) del capitalismo ha sido la historia de la privatización de los recursos que antes eran comunes, como lo indica el caso ejemplar de los cercamientos en Inglaterra, en los siglos XVII y XVIII. Según una perspectiva ampliamente difundida, por lo menos en el medio de la informática, la lucha por la gratuidad y el acceso ilimitado a los bienes digitales es una batalla que tiene la misma importancia histórica y sería la primera en muchos siglos que los partidarios de la gratuidad y el uso común de los recursos hayan logrado ganar. Sin embargo, los bienes digitales nunca son bienes esenciales. Puede resultar simpático disponer gratuitamente de la última música o de tal video-clip, pero los alimentos, la calefación o la vivienda no son descargables en internet. Al contrario, están sometidos a una rarefacción y a una comercialización cada vez más intensas. Compartir carpetas (file-sharing) puede ser una práctica interesante, pero no es más que un epifenómeno si se compara con la rarefacción del agua potable en el mundo o con el calentamiento climático.
La tecnofilia bajo formas renovadas parece hoy menos “pasada de moda” que el proyecto de tomar el poder y constituye quizás un obstáculo mayor para una ruptura profunda con la lógica del capitalismo. Sin embargo, propuestas como la del decrecimiento, el ecosocialismo, la ecología radical o el retorno de los movimientos campesinos en todo el mundo indican, en su heterogeneidad y con todos sus límites, que una parte de los movimientos contestatarios actuales no creen que el progreso técnico tenga la misión de llevarnos a la sociedad emancipada. Y esto es también una buena noticia...
Entonces, diría que existe actualmente una claridad más grande en cuanto a los lineamientos de una verdadera alternativa al capitalismo. Esbozos como los que se presentaron en el seminario realizado en Cideci a finales de 2009 me parecen totalmente razonables(2). Sobre todo, es muy importante no limitarse a una crítica de la sola forma ultra-liberal del capitalismo, sino de apuntar al capitalismo en su conjunto, es decir a la sociedad mercantil basada en el trabajo abstracto y el valor, el dinero y la mercancía.
Si estamos un poco más seguro de que el capitalismo está en crisis y si tenemos un poco más de claridad en lo que se refiere a las alternativas, surge la siguiente pregunta: ¿cómo llegar a ellas? No quiero plantear aquí consideraciones estratégicas o pseudo-estratégicas, sino más bien preguntarme qué clase de mujeres y de hombres podrán realizar la transformación social necesaria. Ahí es donde radica el problema. Para decirlo de entrada, podemos tener la impresión de que la verdadera “regresión antropológica” provocada por el capital, sobre todo en las últimas décadas, también ha alcanzado a quienes podrían o quisieran oponerse a él. Es un cambio mayor al cual no siempre se le da suficiente atención. La economía mercantil nació en sectores muy limitados de algunos países; posteriormente, conquistó el mundo entero a lo largo de dos siglos y medio, no solo en sentido geográfico sino también al interior de cada sociedad (a veces se llama a ese proceso “colonización interior”). Paulatinamente, cualquier actividad, cualquier pensamiento o sentimiento, adentro de las sociedades capitalistas, tomaba la forma de una mercancía o podía ser satisfecho por mercancías. Se ha descrito a menudo los efectos de la sociedad del consumo y sus consecuencias particularmente nocivas al introducirse en el contexto de sociedades tradicionales consideradas como “atrasadas” (y aquí también podría citar a Iván Illich). Es bien conocido y sobraría repetirlo aquí. Pero no se presenta con suficiente claridad el hecho de que, a causa de esta evolución, la sociedad capitalista ya no aparece dividida simplemente en dominantes y dominados, explotadores y explotados, administradores y administrados, verdugos y víctimas. El capitalismo es, de manera cada vez más visible, una sociedad gobernada por los mecanismos anónimos y ciegos, automáticos e incontrolables, de la producción de valor. Todos parecen a la vez actores y víctimas de este mecanismo, aunque por supuesto los papeles asumidos y las recompensas alcanzadas no son los mismos.
En las revoluciones clásicas, y en su punto más alto en la Revolución española de 1936, el capitalismo era combatido por poblaciones que sentían al capitalismo como una exterioridad, una imposición, una invasión. Le oponían valores, formas de vivir y concepciones de la vida humana totalmente diferentes. Aunque no hay que idealizarlas, constituían de cierta manera una alternativa cualitativa a la sociedad capitalista. Que lo hayan admitido o no, estos movimientos sacaban buena parte de su fuerza de su arraigamiento en ciertas costumbres precapitalistas: en la inclinación al don, a la generosidad, a la vida en colectivo, al desprecio de la riqueza material como fin en sí mismo, en otra percepción del tiempo... Marx tuvo que admitir al final de su vida que lo que quedaba de la antigua propiedad colectiva de la tierra en numerosos pueblos podía constituir una base para una sociedad comunista futura. Hoy, estas formas siguen existiendo, sobre todo entre los pueblos indígenas de América latina y dejo que ustedes digan si pueden formar la base de una sociedad futura emancipada, que tenga profundas raíces en el pasado. Imagino que su respuesta es sí...
Si esto constituye una luz de esperanza, hay que reconocer que significa también a la inversa que, casi en todos los otros lugares, en los países llamados “desarrollados”, en las megapolis del resto del mundo, y hasta en las zonas rurales más apartadas, los individuos sienten cada vez menos a la mercancía omnipresente como un sometimiento ajeno a sus tradiciones, sino, al contrario, como un objeto de deseo. Sus revendicaciones tienen que ver en lo esencial con las condiciones de su participación a este reino, como ya fue el caso del movimiento obrero clásico. Que sea en la forma de un conflicto salarial mediatizado por los sindicatos o de una revuelta en los suburbios, la cuestión es casi siempre la del acceso a la riqueza mercantil. Dicho acceso es generalmente necesario para poder sobrevivir en la sociedad de la mercancía, esto es indudable. Pero es igualmente cierto que estas luchas no plantean la exigencia de superar al sistema actual y crear otras maneras de vivir. De cierta manera, el individuo que pertenece a las sociedades “desarrolladas” de hoy parece más lejos que nunca de una solución emancipatoria. Le faltan las bases subjetivas de una liberación, y por lo tanto también el deseo de esta, porque interiorizó el modo de vida capitalista (competencia, éxito, rapidez, etc.). En general, sus protestas apuntan al miedo de quedar excluido de este modo de vida, o de no alcanzarlo; en muy pocas ocasiones a su mero rechazo. La sociedad mercantil agota las fuentes vivas de la imaginación entre los niños, acosados desde su más temprana edad por verdaderas máquinas para descerebrarlos. Esto es por lo menos tan grave como los recortes en las pensiones, pero no empuja a millones de personas a marchar en las calles o a asediar a los productores de videojuegos y de canales de TV infantiles.
Los movimientos de protesta que aparecen ahora en el escenario no carecen de una cierta ambigüedad. Muchas veces, la gente protesta simplemente porque el sistema no cumple sus promesas. De esta forma, se manifiestan por la defensa del status quo, o más bien del status quo ante. Veamos el movimiento Occupy Wall Street y sus propagaciones. Ahí, se responsabiliza de la crisis actual al sector financiero. Se afirma que la economía, y finalmente la sociedad en su conjunto, están dominadas par la esfera financiera. Según la crítica de la finanza, actualmente muy difundida, los bancos, los seguros, y los fondos especulativos no invierten en la producción real, pero canalizan casi todo el dinero disponible hacia la especulación que solo enriquece a los especuladores, mientras destruye empleos y crea la miseria. El capital financiero, según se dice, puede imponer su ley incluso a los gobiernos de los países más poderosos, cuando es que no prefieren corromperlos. También compran a los medios. Así, la democracia se va vaciando de toda sustancia.
Pero, ¿qué tan seguros estamos de que el poder absoluto de la esfera financiera y las políticas neoliberales que las sostienen son la causa principal de las actuales turbulencias? ¿Y si, al revés, fueran tan solo el síntoma de una crisis mucho más profunda? Lejos de ser un factor que perturba una economía en sí misma sana, la especulación es lo que ha permitido mantener durante las últimas décadas la ficción de la prosperidad capitalista. Sin las muletas ofrecidas por la financiarización, la sociedad de mercado ya se habría derrumbado, con sus empleos y también con su democracia. Lo que se anuncia detrás de las crisis financieras es el agotamiento de las categorías de base del capitalismo: mercancía y dinero, trabajo y valor.
Frente al totalitarismo de la mercancía, no podemos limitarnos a gritar a los especuladores y otros grandes ladrones: “Devuélvenos nuestro dinero”. Más bien es necesario entender el carácter altamente destructor del dinero, de la mercancía, y del trabajo que los produce. Pedir al capitalismo que se sanee, para lograr una mejor repartición y volverse más justo, es una ilusión. Los cataclismos actuales no se deben a una conjuración de la fracción más codiciosa de la clase dominante; son más bien la consecuencia inevitable de los problemas que desde siempre son parte de la naturaleza misma del capitalismo. Vivir a crédito no es una perversión corregible, sino algo como un último estertor para el capitalismo y todos los que viven en este sistema.
Ser conscientes de todo esto permite evitar las trampas del populismo que pretende liberar a “los trabajadores y los ahorradores honestos” (vistos como simples víctimas del sistema) del dominio de un mal personificado por la figura del especulador. Salvar al capitalismo atribuyendo todos sus errores a la actuación de una minoría internacional de “parásitos”: esto ya se ha visto antes en Europa.
La única opción es una verdadera crítica de la sociedad capitalista en todos sus aspectos, y no solo del neoliberalismo. El capitalismo no es únicamente el mercado: el Estado es su otra cara (al mismo tiempo que este está estructuralmente sometido al capital). El Estado nunca puede ser un espacio público de decisión soberana. Incluso en cuanto binomio Estado-Mercado, el capitalismo no es, o ya no es, una mera coacción que se impone desde fuera a unos sujetos siempre refractarios. Desde hace mucho tiempo, el modo de vida que ha creado el capitalismo pasa casi por doquier por altamente deseable y su fin posible por una catástrofe. Invocar a la “democracia” (incluso “directa” o “radical”) no sirve para nada si los sujetos a los que se pretende restituir su voz son unos reflejos del sistema que los contiene.
Es por esto que la consigna “Somos el 99%”, que según se dice ha sido inventada por un ex publicitario pasado a la anti-publicidad (adbusters), Kalle Lasn, y que los medios consideran como “genial”, me parece delirante. ¿Bastaría con liberarse del dominio del 1% más rico y más poderoso de la población para que todos los demás vivieramos felices? Entre estos “99%”, ¿cuántos pasan horas frente a su televisión, explotan a sus empleados, roban a sus clientes, estacionan a su carro en la banqueta, comen en McDonald's, pegan a su mujer, dejan a sus niños jugar con videjuegos, hacen turismo sexual, gastan su dinero comprando ropa de marca, consultan a sus celulares cada dos minutos, es decir son parte integrante de la sociedad capitalista? Herbert Marcuse ya había definido con mucha claridad la paradoja, el verdadero círculo vicioso de cualquier empresa de liberación (el cual, desde entonces, no dejó de profundizarse): los esclavos ya tienen que ser libres para alcanzar su liberación.
Algunos podrán considerar que estas críticas son excesivas, poco generosas o incluso sectarias. Se dirá que lo importante es que la gente por fin vuelva a moverse, a protestar, que abran los ojos. Que luego van a profundizar las razones de su rebelión; que su grado de consciencia va a elevarse. Es posible y de hecho nuestra salvación depende de esto. Pero, para llegar a este punto, es indispensable criticar todo lo que hay que criticar en estos movimientos, en lugar de correr detrás de ellos. No es cierto que cualquier oposición, cualquier protesta, es en sí misma una buena noticia. Con los desastres que se van a producir en cadena, con las crisis económicas, ecológicas y energéticas que van a profundizarse, es absolutamente seguro que la gente va a rebelarse en contra de lo que le suceda. Pero toda la cuestión es saber cómo van a reaccionar: pueden ponerse a vender droga, enviar a sus esposas a prostituirse; pueden robar las zanahorias orgánicas cultivadas por un campesino o enrolarse en una milicia; pueden organizar una inútil masacre de banqueros o dedicarse a la caza a los migrantes. Pueden limitarse a organizar su propia supervivencia en medio de la debacle. Pueden adherir a movimientos fascistas y populistas, que designan unos culpables a la venganza popular. O, al contrario, pueden luchar para la construcción colectiva de una mejor manera de vivir sobre las ruinas dejadas por el capitalismo. No todo el mundo se va a precipitar sobre esta última opción; incluso sigue siendo la más difícil. Si atrae demasiado poca gente, quedará aplastada. Entonces, lo que podemos hacer hoy, es esencialmente esto: obrar para que las protestas que de cualquier modo no dejarán de surgir, tomen las decisiones apropiadas. Sin lugar a dudas, la presencia de rasgos procedentes de las sociedades precapitalistas puede ampliamente contribuir a la construcción del buen camino.
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Notas:
1) « ¿Se volvió obsoleto el dinero? », La Jornada, 23 de diciembre de 2011.
2) Me refiero en particular a la ponencia de Jérôme Baschet, « Anticapitalismo/postcapitalismo ».
Ponencia realizada en el "IIº Seminario Internacional de reflexión y análisis “Planeta tierra: movimientos antisistémicos”. CIDECI, dic-30 (20011) a ene-02 (2012)."
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