El siguiente texto corresponde al prefacio de la edición española de Declive y Resurgimiento de la Perspectiva Comunista, de G. Dauvé & F. Martin, traducido por Emilio Madrid Expósito (recientemente fallecido) de Ediciones Espartaco Internacional. También se encuentra en una recopilación sobre "anticapitalismo" realizada por el Grupo Anarquistas Rosario y en hommodolars.org.
Circulan por la red varios panfletos y artículos en relación al creciente ambiente de agitación social que se vive a nivel mundial, enfatizando algunos en las limitaciones ciudadanistas a superar por el movimiento, y otros en las posibles potencialidades rupturistas de determinadas experiencias. En este sentido, son aportadoras las ideas presentes en este texto de Dauvé, que relaciona y compara las experiencias revolucionarias de los años '60 y '70 que brotaron por todo el mundo (repasando el papel reaccionario de las autoasumidas vanguardias revolucionarias de inspiración leninista) con las características que comenzaba a presentar a principios de este siglo el denominado movimiento "anti-globalización" o "alter-mundista", intentando retomar y seguir desarrollando una crítica unitaria al sistema capitalista, cuestión esencial para la acción revolucionaria integral del movimiento proletario.
¿QUÉ ANTICAPITALISMO?
Los textos reproducidos en esta recopilación, redactados en 1967, 1969 y 1972, reflejan a su manera la ola revolucionaria por y para la que han sido escritos. Este impulso ha sido derrotado a finales de los años 70 y los veinte años transcurridos desde entonces han confirmado su derrota. Por todas partes se ha hecho más profundo el dominio del salariado, de la mercancía y del Estado.
No obstante, estos últimos años han visto aparecer un movimiento “anticapitalista” visible en la calle, en numerosos países, a partir de Seattle (1999) y Génova (2001), sin hablar de las manifestaciones gigantes contra la guerra en Iraq.
Pero hay una paradoja que requiere ser explicada. Si, de un modo general, la anti-globalización, rebautizada como alter-globalización, de ninguna manera se proclama a favor de una revolución comunista, parece que, sin embargo, hace suyos ciertos objetivos o, al menos, ciertos métodos asociados anteriormente a lo más radical que afirmaba el movimiento proletario. Formaciones enteras del izquierdismo han sido olvidadas sin haber sido siquiera refutadas. Se tiene la impresión de que aquello que las minorías anarquistas, consejistas, situacionistas o ultraizquierdistas les costaba tanto trabajo hacer entender hace treinta años, es hoy patrimonio de millones de contestatarios en todo el mundo. En especial, diversos blancos a los que se apuntaba en los textos reunidos aquí, parecen desacreditados hasta tal punto de que muy pocos se toman ahora la molestia de defenderlos o atacarlos.
En 1967, teníamos que batallar para hacer admitir a las diversas variedades de leninistas y maoístas que la totalidad de los países llamados socialistas, desde Cuba hasta Vietnam pasando por Checoslovaquia, eran en realidad capitalistas.
¿Quién se preocupa hoy de la “naturaleza social de la U.R.S.S.”? ¿Quién se toma en serio la defensa de Castro o de Ho Chi Minh?
En cuanto a la Revolución de Octubre, sólo algunos universitarios marxistas debaten hoy sobre dónde y cuándo el poder de los obreros cedió el lugar al de los burócratas.
Partidos obreros, PC, sindicatos...: nadie les defiende ya con uñas y dientes como conquistas de los trabajadores.
Todo lo más, se dice que pueden ser útiles si están en fase con el “movimiento social”.
No hablemos ya del leninismo: los constructores de partido han renunciado.
¿El obrerismo? En una asamblea nadie os hará callar bajo pretexto de que no tenéis las manos sucias de trabajar.
La crítica de la mercancía, marginal en 1970, ha sido elevada al rango de evidencia por millones de anti-globalizadores. Un best seller reformador lleva por título: El Mundo no es una mercancía.
Hace treinta años, el rechazo de la civilización industrial y de la tecnología pasaba por absurdo, incluso indecente, cuando los izquierdistas describían la agricultura moderna y la producción masiva como la única solución al hambre y la miseria. ¿En qué periódico izquierdista podíamos leer un artículo contra la industria nuclear en 1965? En 2003, la evidencia ha cambiado de sentido: la puesta en tela de juicio de la industrialización masiva cae de su peso, y todo el mundo exige tecnologías benignas.
En 1970, la idea de una insurrección “festiva” era juzgada como pequeño-burguesa. ¡Seamos serios, camarada, la revolución no es un banquete de gala! Treinta años más tarde, nunca se ha bailado tanto en las manifestaciones. El militantismo, estadio supremo de la alienación: esta fórmula, título de un folleto de principios de los años 70, ya no chocaría hoy. El militante disciplinado obediente a su partido ha envejecido tanto como el cura vestido de negro que nos presentan los noticiarios de la primera mitad del siglo XX. Ya no se acepta que “grandes dirigentes” se dirijan a una muchedumbre pasiva que no tiene otro papel que el de aplaudir. De la misma manera que la misa en latín y la clase ex cátedra, la política tradicional ha pasado de moda. El respeto por la autoridad ha terminado y, con él, la creencia en un sentido de la historia detentado por aquellos que dominan su teoría. La autonomía, he ahí la palabra de esta época.
En otras palabras, una gran parte de lo que la ola revolucionaria de los años 60-70 tenía tantísimo trabajo en hacer admitir, hoy parece aceptado generalmente.
El problema es que el conjunto de los puntos que acabamos de resumir y que son efectivamente esenciales para una crítica del mundo, no son reconocidos hoy más que si están separados los unos de los otros y cortados de la totalidad que les da sentido. Por muy verídico y fuerte que pueda ser cada uno, no por ello deja de perder su capacidad explicativa (y, por tanto, su potencialidad subversiva) si es desligado del conjunto.
En otros tiempos, los estalinistas, pero también los pequeños partidos izquierdistas a su pequeña escala, aplastaban la crítica radical bajo una rigidez doctrinal. Los maestros pensadores contemporáneos, por su parte, son los gestores de la superficialidad. El “newspeak” de Orwell (o lengua burocrática estalinista) se ha fundido en lengua suave: desde el momento en que se sabe más o menos quién es el enemigo, poco importa el concepto que lo define.
A propósito de la ex URSS, por ejemplo, es indiferente para los contestatarios actuales que haya sido “capitalista de Estado” o simplemente “capitalista”, y dirigida por una “clase” o por una “capa burocrática parasitaria”, ya que sólo importaría su naturaleza totalitaria y opresiva.
De igual modo, para los manifestantes de 2003 poco importa saber si la mayoría de un país como los Estados Unidos o España está compuesta de “proletarios”, de “asalariados”, de “clases medias” o de otra cosa. Lo importante sería que nosotros, “la gente”, estemos dominados y explotados (confundiéndose ambos, sin que sea útil distinguirlos), y que sea necesario poner término a ello. Power to the people!
La confusión que resulta de ello no es peor que el marxismo vulgarizado de antaño. Tampoco lo deja atrás.
Lo que era un punto de llegada (apenas conquistado) del movimiento social anterior se convierte en el punto de partida del movimiento presente, pero desarticulado, mutilado, y finalmente tan ideologizado como hace treinta años. “Capital” y “burguesía” eran los eslóganes de 1970, “mercancía” y “mercados financieros” son los del comienzo del siglo XXI. La visión que se impone en el anticapitalismo actual es la de un pueblo de buenas personas enfrentadas a poderes políticos y económicos que hacen mal uso de su poder, pero susceptibles de ser reorientados en el buen sentido bajo la presión popular. Las recientes manifestaciones contra la guerra (de las que nos alegramos) han puesto de relieve esta oposición entre la masa y una minoría de dirigentes a los que habría que desviar de la guerra para empujarlos hacia la paz. Se ha renunciado a la glorificación clasista de los obreros sólo para celebrar al pueblo del “Todos juntos”. Es tanto como decir que no se ha comprendido mejor que antes las lógicas profundas que estructuran nuestro mundo.
No polemizaremos contra las posiciones de grupos como ATTAC o de personalidades como N. Klein o T. Negri. Denunciar su “reformismo” no tiene ningún sentido: justamente porque predican un capitalismo renovado, suavizado, pacificado, igualado y democratizado, han conquistado la audiencia que tienen.
Más interesantes son las posiciones de la base. ¿Qué entienden los participantes en los múltiples “centros sociales” cuando hablan de salario y de ganancia?
En otros tiempos, la explotación era interpretada como un robo, el capitalista era identificado con el propietario de fábrica enriquecido a costa de los obreros y el socialismo era asimilado a la eliminación de los parásitos. El obrero, una vez desembarazado del que se aprovechaba, recibiría un salario correcto, al tiempo que una planificación democrática pondría fin a la anarquía burguesa y reorganizaría la producción y la distribución en función de las necesidades de las masas.
Hoy, el declive de los propietarios privados obliga a comprender la ganancia como un hecho no ya individual, sino claramente social. Sin embargo, la opinión (incluso contestataria) continúa viendo en aquella una especie de robo, a través de la oposición entre producción y dinero. Groso modo, producir riquezas útiles, aun para venderlas (a condición de que un precio “justo” una productor y consumidor) es positivo; hacer dinero a partir del dinero, es malo. Recuperemos, pues, la riqueza despilfarrada por la especulación y los mercados financieros, y pongámosla al servicio de todos. Si mercancía, valor y ganancia son comprendidos aparentemente como realidades sociales, se cree no obstante que serían diferentes gracias a un control popular.
De este modo, la crítica de la mercantilización del mundo se detiene en la fuerza de trabajo: no se trata de suprimir su carácter mercantil, ni de abolir el trabajo como actividad separada, sino únicamente de asegurarle condiciones correctas.
Por “explotación”, se entiende casi siempre un trabajo precario y mal pagado, lo que efectivamente es el caso de la inmensa mayoría de los asalariados del planeta. Pero esta definición restrictiva implica que crear durante seis horas diarias softwares educativos a cambio de un buen salario y en un ambiente que respete el entorno, sin ninguna discriminación étnica, sexual o de género, en conexión con los habitantes del barrio y las asociaciones de consumidores, ya no sería explotación. En una palabra, una sociedad en la que cada uno se lo pasa bien yendo al mercado el domingo por la mañana, pero sin que nadie sufra la ley de los mercados financieros. En suma, el sueño de las clases medias asalariadas occidentales extendido a seis mil millones de seres humanos...
Por un lado, se denuncia la mercantilización.
Por el otro, se reclama un trabajo diferente. La prensa “burguesa” francesa ha dado incluso buena acogida a la traducción del Manifiesto contra el trabajo del grupo alemán de inspiración situacionista Krisis. Una tendencia del PS francés que responde al bello nombre de Utopía se pronuncia por lo que llama una sociedad sin trabajo.
Pero ambas críticas siguen estando separadas. Al aislar estas dos dimensiones la una de la otra, se prohíbe uno a sí mismo comprender el salariado, que es la unidad de las dos: la compra-venta de la energía humana para ponerla a trabajar a fin de producir más dinero. A partir de ahí, la idea de un mundo que reposa sobre el intercambio de una mercancía muy particular – el trabajo – cuya supresión sería la llave de la supresión de todas las otras mercancías, esta idea esencial se pierde. Y puesto que no se apunta a desembarazarse del intercambio mercantil, la única solución es controlarlo, y proteger el trabajo por medio de derechos. ¿Quién será capaz de ello sino el Estado, bien democratizado, por supuesto?
En otros tiempos, “el capitalismo” era asimilado al reino de los burgueses (es decir, de los propietarios, en realidad) cuya eliminación equivaldría al socialismo. “Capitalismo” se convertía en una entidad, el mal que contenía todos los males y cuya supresión debía liberarnos a todos. Hoy, los absolutos están muertos. El capitalismo ya no es sino un adversario entre otros, y ni siquiera el que daría coherencia a los otros, que tienen nombre: dominación, intolerancia, sexismo, racismo, etc.
Paralelamente, lejos de ser percibido como relación social, “proletariado” era promovido también al rango de entidad: el salvador supremo, cuyo acceso a la mayoría estadística, por simple crecimiento numérico, garantizaba que liberaría un día cercano a la humanidad entera. Una vez que se han acabado los grandes números, ya no quedan sino minorías que, por lo demás, se penetran mutuamente: mujeres, minorías por la etnia o por su modo de vida, niños, excluidos, etc. Los trabajadores no figuran ahí más que como una categoría entre otras, como máximo primus inter pares, pero a condición de no intentar dominar a las otras categorías, puesto que el conjunto de estos grupos deben encontrarse y unirse sobre la base de lo que cada uno tiene de específico, y no de lo que comparte con los otros.
En sus obras de juventud, Marx teorizaba al proletariado como a quien que no puede apelar a ninguna sinrazón particular y que únicamente se levanta en nombre de un universal, a título “humano”. Por el contrario, en la visión que domina al anticapitalismo contemporáneo, se supone que cada grupo reivindica derechos particulares, cuya adición a los derechos reivindicados por sus vecinos acabará por cambiar el mundo. Se invita a los asalariados a pedir un empleo decente, a los homosexuales a exigir un estatuto que los reconozca, a los consumidores a reclamar artículos de calidad, a la etnia discriminada a conseguir la igualdad con las otras, dándose por entendido que cada uno pasa sucesivamente por los papeles de asalariado, de gay, de comprador en una gran superficie, de pariente, de usuario de los transportes, de raver (participante en fiestas salvajes de jóvenes), de natural de Malí o de kurdo, etc. Si hay globalidad, es por yuxtaposición de esferas separadas.
En el difunto movimiento socialista o comunista (léase: estalinista), los proletarios eran la sal de la tierra, pero el partido o el sindicato no les concedía un papel más activo que el reservado a los fieles en la Iglesia católica. Siempre prometido, jamás llegado, el objetivo final escapaba al mundo sensible y se parecía mucho al “paraíso al final de vuestros días”. Marx se convertía en un profeta y la teoría revolucionaria en una religión, con sus sacerdotes y sus herejes.
Hemos vuelto a descender a la tierra y hemos pasado de lo trascendente a lo inmanente. Ya no hay Mesías, ni más allá. La unidad de la totalidad a transformar ya no está en otro lugar, sino en ninguna parte y en todas. Ya no se plantea la cuestión de una “centralidad” (por ejemplo, del trabajo, de una clase específica). Vivimos el reino de lo inmediato: basta comenzar aquí y ahora, organizarse por la base, y transformaremos el mundo; de hecho, ya hemos comenzado...
El culto del movimiento substituye al del fin último. El militante de 1970 anunciaba “pan y rosas” para mañanas encantadores y, en la espera, aceptaba todo del presente, desde los papeles sexuados hasta la idolatría del progreso, pasando por la necesidad de las prisiones. El contestatario de 2003 repite que las condiciones de nuestra emancipación existen ya, y que desde ahora no requieren más que ser puestas en práctica.
La sociedad del futuro tenía mito. Hoy se ha convertido en una construcción gradual. Antes, se practicaba el reformismo en nombre de una revolución eternamente futura. Ahora, se lo practica negando que exista una distinción entre reforma y revolución.
La crítica (necesaria) de la revolución política se ha degradado en negación de toda ruptura revolucionaria. Pues si se toma en consideración una ruptura, es para decir que está ya en marcha y que es suficiente con profundizarla, con extenderla. Un paso pacífico al socialismo, en cierto modo, pero despojado de la idea de socialismo, y aun en nombre de la crítica de la noción de un socialismo o de un comunismo que superaría al capitalismo. En adelante, la superación del capitalismo se hace por y en el capitalismo. Es una auto-superación. Ya no hay diferencia entre lo mismo y lo otro.
La intuición profunda de que la revolución no tiene sentido más que como transformación de lo cotidiano, se ha convertido en la creencia en una transformación de lo cotidiano que equivaldría a una revolución.
Se nos objetará que, si esa es la línea mayoritaria entre los alter-globalizadores, otra ala radical hace oír posiciones muy diferentes. Sin duda, pero esta minoría no ha conseguido darse un mínimo de afirmación autónoma (menos aún, de coordinación). Por ejemplo, nada que haga eco a la fuerza simbólica de los actos de la Internacional Situacionista (¿es necesario recordar que nosotros no somos situacionistas?). Hasta ahora, incluso en las manifestaciones contra la guerra, los oponentes efectivos al capital no se reconocen como tales – salvo en la violencia, por ejemplo, la de los Black Blocs (minoría radical). Pero si la violencia es inseparable de todo movimiento social, no es, en cambio, su contenido. La radicalidad no se da actualmente ninguna expresión teórica que le sea propia, menos aún un espacio político o social.
Sin pretender agotar aquí el tema, diremos que estos límites tienen que ver con los caracteres generales del período.
Cualquiera sabe que el fordismo-keynesianismo ha entrado en crisis hace una treintena de años. Se sabe menos que esta crisis no ha sido remontada. Esto no significa que el sistema capitalista no sea capaz de hacerlo: nosotros no creemos en la decadencia. Para decirlo rápido, un nuevo sistema de producción está emergiendo, pero se encuentra lejos de alcanzar su madurez. El capital sigue siendo más apto para des- estructurar que para reestructurar. El reformismo radical actual, y el movimiento anticapitalista, cuentan entre las ambigüedades del período presente.
No es dar prueba de obrerismo el ligar estos límites a la larga serie de derrotas reivindicativas sufridas por el trabajo desde finales de los años 70. Con algunas excepciones, como la huelga de los bomberos ingleses del invierno de 2002-2003, la inmensa mayoría de las luchas siguen siendo defensivas y se saldan con retrocesos.
Es más fácil impedir a los dirigentes del planeta que se reúnan en paz, que dar jaque a la precarización, a la intensificación del trabajo, al bloqueo de los salarios y a los despidos repetitivos. La capacidad de movilización anti-globalización o contra la guerra en la calle está lejos de tener su equivalente en una capacidad ofensiva en las empresas.
Nuestra propia respuesta a esta situación no consiste evidentemente en exhortar a las amplias masas o a las minorías esclarecidas a que desplieguen más radicalidad. Dejemos a otros que se empleen en intentar elevar el nivel de la lucha de clases. La única cosa que podemos hacer es contribuir a una crítica “unitaria” del mundo (1).
Abril de 2003
_______________________
1 Algunos temas evocados en este texto son abordados en diversos textos publicados por troploin, especialmente Va a ser necesario esperar / Breve informe sobre el estado del mundo, y Proletario y trabajo:¿una historia de amor? (Aredhis, BP 306, 60203 Compiègne Cedex, Francia, y en Internet: troploin0.free.fr). Ver también el libro de K. Nesic, L’Appel du vide, a aparecer durante el 2003 en las Editions Sulliver, Arles, Francia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario