lunes, 17 de abril de 2017

Anarquía & Comunismo Nº 8 ya en las calles y en la web

En esta oportunidad:

- Contra la no-vida
- Guerras del colapso de la modernización: México
- Policía y democracia
- Mapeando la represión: Temporada de expulsiones
- Afilando las palabras: Comunización (tercera parte)


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Contra la no-vida

Hoy, es asunto de sentido común el deseo de desechar la vida que llevamos para cambiarla por otra. Sea la vida de otros la que deseamos o una forma de vida completamente distinta, la aceptación pasiva de lo existente suele chocar con la insatisfacción generalizada que azota a la humanidad mercantilizada. 

El tránsito cotidiano en el que transcurre nuestra vida se podrían resumir en un ir y venir entre nuestros hogares, los centros productivos y los de consumo. Estos diversos lugares en los que transita el humano proletarizado encarnan la compartimentación de su vida: Los hogares se han convertido para capas cada vez más extensas de la población en cubículos para el reposo y el hacinamiento, verdaderas prisiones para el descanso humano. Cuando trabaja no lo hace según sus necesidades, sino que por las necesidades de la producción mercantil, y su trabajo es solo medio para suplir algunas de sus necesidades humanas, también mercantilizadas. Su tiempo de descanso y de recreación, en los que puede por fin dedicarse a sí mismo y a los otros de los que se mantiene separado producto de estas mismas obligaciones y privaciones, por lo general pasa frente a las pantallas o en torno al consumo de otras mercancías, y transcurre bajo el mismo peso aplastante del resto de sus obligaciones sociales: a la obligación de entretenerse le siguen las restricciones de tiempo y energía que supone la obligación de producir. Además, entre un lugar y otro está el tiempo en los transportes, máquinas dispuestas para la circulación de los esclavos asalariados por los circuitos que el Capital ha dispuesto para esto. En todo esto el hacinamiento de las personas, su cercanía física, contrasta con su aislamiento real; obligados a encontrarse ahí, la manera en que se evitan mutuamente evidencia su mutuo aislamiento. Las condiciones que los obligan a este hacinamiento son las mismas que los mantienen aislados. Toda esta actividad es el resultado de un único hecho: la reducción de los humanos a meros portadores de fuerza de trabajo.

La falta de control sobre la propia vida se manifiesta también en nuestra privación afectiva: en la apatía e incomunicación con quienes compartimos los lugares que habitamos; en la competencia y discordia en el trabajo, donde todo compañero es un potencial soplón al servicio de los jefes; en la neurosis y dependencia que entrañan nuestras relaciones románticas y en el sinfín de intentos frustrados por romper con nuestro aislamiento, sustitutos pobres de relaciones de camaradería y comunicación genuinas. Lo que une a los esclavos modernos es su separación, y ésta entraña a su vez una formación afectiva empobrecida que reproduce esta misma separación. 

En nuestra época, el tedio, el aburrimiento y el hastío son sentimientos comunes a todos quienes habitan las zonas de paz y confort capitalista.  Al amplio resto del mundo le queda la miseria de las condiciones más crudas de explotación, el hambre y la guerra. 

A pesar del sinsentido generalizado que caracteriza a nuestra época,  cierta sensibilidad en el sentido común da cuenta esta insatisfacción generalizada: cada vez que las personas manifiestan el tedio que supone soportar su cotidianidad en el trabajo; cada vez que se preguntan qué fue de su semana, o incluso de su juventud entera, que pasó tan rápido y de la que apenas se percataron por algunos instantes realmente vividos. El problema es que cuando las personas constatan su propia miseria y la de los demás suelen achacar ésta al fracaso personal, a una injusta o accidental repartición de las oportunidades –siempre anclados en la lógica del éxito y el confort de la ideología dominante-, o como la consecuencia inevitable de una supuesta condición humana.  

Pero hay quienes pensamos que la miseria que padecemos no es un destino ineludible; y sabemos que lo que esta sociedad quiere vendernos como lo mejor (el éxito, la felicidad, el ‘amor’, etc.), entraña la misma miseria existencial. Es más: concebimos en la existencia del trabajo, del dinero, de la policía, de la mercancía, de las clases, del Estado, etc., la causa central de todas nuestras miserias. Concluimos que la pobreza de contenido de nuestra vida es el resultado directo de las condiciones de existencia que nos imposibilitan el control sobre ella. De manera que si queremos recuperar nuestras vidas y acabar con nuestra miseria, esto no puede ocurrir sino es acabando de raíz con su base material, con la totalidad del orden existente. 

Es aquí cuando repensar nuestra comprensión sobre lo existente y sobre la revolución que le dará fin se hace fundamental; el pasar por alto esto ha condenado a las últimas generaciones a luchas que no cuestionaron el núcleo central del Capital, aspirando sólo a revolucionar la manera de gestionar éste, y esta perspectiva es la que todavía domina entre los se proclaman en favor de la revolución social. No negamos sus buenas intenciones, pero creemos que su comprensión del Capital y de su superación es todavía estrecha y superficial. Sus pretensiones revolucionarias apenas rosan los pilares fundamentales de la civilización capitalista(1).

Es en este panorama de pasividad y confusión reinante que nosotros insistimos: el pensar qué es el capitalismo y en qué consistirá la revolución que le dará fin no es el mero capricho de un grupo de ‘teóricos’. Quienes piensan así sólo evidencian su demagogia y  aún conciben el actuar y el pensar como momentos separados. Nosotros queremos acabar con la explotación que constriñe nuestras vidas y entendemos que para esto se hace necesario agudizar nuestra crítica y nuestra práctica. En este sentido, si reventamos las vitrinas en las que se exponen las mercancías y a la vez hacemos el intento de comprender el originen de éstas, es motivados por una misma necesidad: la de negar  la dictadura de las mercancías y el Estado para afirmar la necesidad de la comunidad humana, el inicio de una verdadera historia consciente de la humanidad

Al organizarnos no buscamos nichos en los que salvarnos de nuestra miseria. Si actuamos es porque hemos concebido dos opciones: o nos organizamos para la superación de este estadio de errancia de la humanidad, o nos abandonamos a su suerte, con las abdicaciones y miserias que esto implica.  

Creemos que si el capitalismo es el reino de las separaciones que compartimentan nuestras vidas entonces el comunismo y la anarquía deben ser la supresión de toda separación y la toma de control sobre la propia vida, nuestra realización como individuos en colectividad. No concebimos más opciones:

¡Comunización o miseria!

(1) En el caso de a ultra-izquierda, la idea de que la conciencia es algo que deba llegarle desde arriba a la humanidad proletarizada, que por sí sola no sería capaz de comprender nada, los condena a un inmediatismo que no puede aspirar sino a reformar lo existente, incluso en sus expresiones más subversivas. Algo distinto, pero a la vez similar, pasa con sectores del anarquismo que todavía pregonan la autogestión, olvidando que el capitalismo no son sólo las personas que lo encarnan (los jefes, la burguesía), sino que es ante todo una relación social, y que ésta no se acaba simplemente eliminando a los jefes y autogestionando la misma vieja mierda. 
Otros sectores del anarquismo parecen acercarse algo más a la raíz del problema, negando en su crítica toda la civilización capitalista, pero atascándose en sus ideas y prácticas; la idea de que lo único que queda por hacer es echar sobre el capitalismo todo el odio y la cólera que éste acumula día a día sobre nosotros ha engendrado cierto nihilismo, declarado o no, que de alguna forma evidencia la noción del capitalismo como único horizonte posible para la humanidad.