CARTA A LOS
PROLETARIOS EN GRECIA
Hermanos y hermanas,
Durante fines del año 2001 y principios del año 2002, aquellos que vivimos bajo el control del Estado Argentino experimentamos una situación muy similar a la que viven hoy en día millones en Grecia. Para nosotros es difícil conversar con otros proletarios en nuestra región, ya que pese a que sólo ha pasado una decena de años, la memoria de la lucha vivida y las perspectivas que se abrieron parecen haberse extinguido... y eso nos desespera. Es indispensable evitar que se olviden las experiencias, que siempre estemos comenzando desde cero. Es por eso que queremos compartir algunas precisiones con ustedes, nuestros hermanos. Porque la crisis no tiene nada de griega ni de argentina, no hay soluciones nacionales frente a un problema global.
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Ha sido a partir de la “crisis de deuda” del Estado griego y particularmente cuando el gobierno de Tsiripas decidió aplicar el corralito1 en vuestra región que la prensa, los políticos, los especialistas de nada y los opinadores de todo, han intentado hermanarnos a través del espejo invertido del Capital. Para nosotros ese es tan solo otro capítulo de la explotación capitalista, la cual nos hermana como proletarios y como tales no somos una mera imagen reflejada ante las circunstancias de cada región: somos una misma clase.
Aquí el discurso oficial mantiene el plan de igualar la imagen de la revuelta a la del desastre, fundiendo en un mismo plano la miseria ocasionada por la dictadura de la economía y el fuego de la revuelta. Los políticos, que eran blanco del grito «que se vayan todos» que recorrió toda la región durante el 2001 y parte del 2002, naturalmente denunciaban aquella consigna como vacía. Hoy nos dicen que estamos mejor, que el pueblo recuperó la confianza en la política y en la economía. La corte de periodistas hace lo propio, como ya lo hicieron hace más de una década. Lo devastador es que gran parte de los proletarios creen, aunque sea a medias, todas esas mentiras y además, contra toda evidencia, nos quieren convencer que somos pocos y tenemos poca fuerza para imponer nuestras necesidades.
«Que se vayan todos» no era solo un grito contra el presidente de la Rúa, quien la noche del 20 de diciembre huía en helicóptero desde el palacio presidencial ante una masiva protesta callejera que se saldó con 31 muertos. No era solamente un grito contra el ministro de economía Cavallo que ejecutó las medidas para contener la crisis financiera que movilizó a una parte de los ahorristas2, pero que ante todo significaba la pérdida de puestos de trabajo y la pauperización de la vida de millones de proletarios.
Tampoco era contra el capitalista particular que en vista del “colapso económico” huía en búsqueda de nuevos horizontes de ganancia. El «que se vayan todos» contenía todo el descontento, la rabia y la frustración de que nuestras vidas son decididas por fuera de nuestras necesidades y deseos. Que hayamos asumido a nivel consignas la importancia de la destitución de quienes arruinan nuestras vidas, conocerlos con nombres y apellidos, fue sin dudas un paso adelante en la lucha.
Uno de los problemas más importantes fue no haber llevado aquella oposición hasta el fondo de la cuestión. Se decía que esa desconfianza en los políticos era débil porque no era propositiva, ¡esa era su fuerza! La debilidad se encontraba en que, si bien se desconfiaba totalmente de los representantes, aún se tenía algo de confianza en el sistema. La ideología dominante es la de la clase dominante y esa ideología es una fuerza material que se percibe abiertamente en esas ocasiones de incipientes rupturas. Así mismo, el movimiento que se gestó en aquel momento solo puede vislumbrarse comprendiendo los intereses materiales antagónicos de la burguesía y el proletariado en conflicto. El hecho de que muchos proletarios tengan ilusiones democráticas o reformistas es una debilidad y como tal hay que combatirla. Debemos combatir la confianza en el Estado así como la confianza en la relación social capitalista (incluso cuando a nivel discursivo se esté contra el capitalismo).
Era urgente el «que se vayan todos» ¡y aún lo es! Y es urgente destruir las condiciones de las que provienen para que no vuelvan más. Con esa destrucción no nos referimos solamente a tal o cual edificio, o eliminar a tal o cual autoridad. No esperamos milagros de la acción directa... Sabemos que incluso acciones con un espíritu combativo como el incendio de comercios o el saqueo de alimentos para la distribución comunitaria pueden volverse parte del paisaje político. Sin embargo, es indispensable, y junto con la reapropiación del programa revolucionario de nuestra clase, son nuestras formas inmediatas de lucha. Programa que es una práctica histórica de clase y no una plataforma acordada en un congreso. Las posiciones revolucionarias del proletariado –el internacionalismo, la crítica del Estado y el Capital, el trabajo, el dinero, etc. – son claves en la extensión de la revuelta y el potenciamiento de las rupturas con el orden dominante. Es así que como clase vamos entrando con más fuerza en el terreno del antagonismo radical, como vamos clarificando los objetivos de nuestras acciones.
Además, durante años la izquierda nos estuvo dando geniales muestras de su cinismo e ignorancia: «¡Que la crisis la paguen los capitalistas!» nos decían... Como si fuera posible jugar con la economía y volcarla a nuestro favor. Aquellos que quieren gestionar y ser gobierno nunca comprendieron la gravedad de la situación en la que nos encontramos, lo fuertes que son nuestras cadenas, el verdadero carácter social de la explotación. Son también ellos quienes nos subestiman, quienes sometieron a miles de proletarios en nuestra región a la vida del subsidio, a una existencia victimista y pasiva. Quienes nos proponían unir nuestra lucha con los ahorristas y los burgueses que caían de la pirámide social. Los que solo salieron a la calle cuando peligraban los dólares de su cuenta bancaria. Los fanáticos del ascenso social que lloraban ante la perspectiva de vivir la misma vida que nosotros, sus empleados.
Toda la miseria que significa la administración de la vida presente persiste pese al cambio de uso de un tipo de moneda, se trate de pasar del Euro a un nuevo Dracma o de Dólares a Pesos o a papeles para el trueque. Todo el proceso que significa la acumulación de Capital y desarrollo del valor no cambia si quiera si se intenta cambiar la forma de organización del trabajo (pasar de la gestión particular de una empresa a la gestión obrera), ni siquiera si se cambia la forma de gestión política (democracia representativa, dictadura cívico-militar3, asambleas populares). De lo que se trata es de destruir todo cuanto hace necesario que de una u otra forma tengamos que producir valor o perecer.
La revolución que necesitamos es para dejar de ser explotados y oprimidos, es decir seres humanos proletarizados, es por la vida y no por la administración del orden social existente. Aquí en Argentina se hizo pasar la lucha combativa por una mejor vida como lucha por el trabajo, sin patrón a la vista pero trabajo al fin. Así “salvamos la nación”, así también demostramos una vez más -y no lo asumimos como clase- que la vida y el orden social vigente se llevan a las patadas.
Los pequeños emprendimientos productivos para sobrevivir subsumieron la sociabilidad combativa que habíamos generado, convirtiéndose en el sostén de la economía nacional en detrimento de toda posibilidad de superación revolucionaria. Ese autogestionismo fue puesto en marcha por personas sin empleo que no tenían otra forma de conseguir trabajo, así como por trabajadores que tenían que poner a andar el lugar de trabajo luego de la huida del patrón endeudado. En muchos barrios estos proyectos eran parte de una solidaridad de clase palpable, compartiendo en la calle, protestando y solucionando sus problemas sin pedir nada al gobierno. Luego muchos de estos emprendimientos se vieron forzados a solicitar subsidios al Estado para poder sobrevivir. Del mismo modo pedir a “papá Estado” se volvió un motivo de lucha, que a veces precisa de cortes de rutas o calles e incluso enfrentamiento con la policía y otras acordar con las mafias sindicales, patronales, políticas o territoriales, cambiando la forma de la protesta pero no su contenido.
Sabemos que en varios países se insiste una y otra vez con el ejemplo argentino de la autogestión. Para nosotros el gran ejemplo argentino que se vendió al mundo es cómo se logró la canalización de las luchas hacia la producción y el progreso de la economía ¡haciéndolo pasar por lucha combativa! La lucha no debiese ser una herramienta para el uso de la burguesía con la cuál ésta pueda dar vueltas al engranaje y ajustar la máquina del progreso capitalista ¡La lucha en su sentido radical debe ser lo que ponga freno a ese progreso! ¡Es la destrucción del engranaje!
Esperamos que todo esto que les contamos pueda interesarles y de algún modo les sirva. Que sepan que estas propuestas han sido y son un verdadero freno a la furia y creatividad proletaria en los momentos de revueltas. Ahora, si se quiere uno acomodar a los mandatos de la normalidad capitalista, todas estas reflexiones que hemos puesto en común tienen poca importancia. El autogestionismo olvida o quiere hacer olvidar que la explotación reside en las condiciones de producción capitalista y no cesa por cambiar las etiquetas ni mucho menos gracias a buenas intenciones. Ocultar la explotación es ocultar el carácter de clase de la sociedad en que vivimos. Sabemos lo duro que es buscarse la vida, nosotros mismos hemos recurrido a estas prácticas para seguir día a día. Pero también sabemos que la realidad no se transforma trabajando mucho y ganando poco, exigiéndole al Estado que haga de protector y mucho menos relacionándonos con nuestros semejantes como tristes productores y consumidores. Hemos visto a tantos convertirse en su propio patrón, en su propio cronometrador, en publicistas permanentes de sus productos.
Llegado el momento, para cualquier subversión, la única perspectiva posible si se pretende una vida radicalmente distinta para todos, es la perspectiva revolucionaria. Es necesario saber ante qué estamos dando batalla y ante todo, para qué la estamos dando, pues si alguien viene a decirnos que las fábricas tomadas bajo control obrero en Argentina son una experiencia liberadora y de “empoderamiento” de los trabajadores, no podemos más que decir que la explotación del ser humano persiste en esos lugares de producción, aunque sea organizada de forma asamblearia, y sin siquiera poner en cuestión el desarrollo del Capital. Bien lo ha entendido esto la presidente saliente Cristina Kirchner cuando dice que «la Argentina es una gran fábrica recuperada», para ejemplificar que es mediante el sacrificio de las condiciones de vida del proletariado que el capitalismo puede seguir desarrollándose en el país. Bien lo sabe Tsiripas y su coalición de gobierno izquierdista cuando llaman a la movilización del proletariado griego contra las imposiciones de la Unión Europea y la mafia capitalista para finalmente someterlo a un ajuste más duro que incluso al pactado por la burguesía mundial.
Es que precisamente, de lo que estamos hablando es de la vieja lucha de clases, del antagonismo social que solo puede acabar mediante la superación de ésta vida o que puede mantenerse pero con nosotros como combustible fósil para sus motores.
En ésta noche, mientras el viento hace prever que una tormenta se acerca, el impulso hacia una vida plena nos da la certeza de que no hay tiempo para descubrir nuevas formas de gestionar éste mundo de muertos. La necesidad de una vida emancipada de todo lo que nos oprime y destruye, abierta a nuestras posibilidades, contradicciones y deseos ha de ser nuestra única propuesta.
¡Luchemos en todas partes contra el Capital y su Estado!
Los amigos de la negación.
Primavera de 2015 en la región argentina.
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