Ya circula en formato físico y digital el nuevo número de Anarquía & Comunismo.
En esta ocasión:
- Trabajo, trabajo, trabajo!
- AFP: Abolición del trabajo asalariado
- ¡Que reviente la economía! (Apuntes críticos contra la dictadura de la economía y por una práctica para librarnos de ella)
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TRABAJO, TRABAJO, TRABAJO!
"Vaya experiencia la de vivir con miedo, ¿no? Eso es ser un esclavo" (Blade Runner, 1982)
"Sí, somos esclavos. Cuando le debes dinero a alguien eres un esclavo" (Ladrillero de Afganistán, 2015)
De sobrevivir a la crisis social y ecológica que enfrentamos hoy, la humanidad mirará hacia atrás esta época en la que vivimos como uno de los momentos más oscuros y violentos de toda su historia.
En 1833 el político y colonizador inglés Edward Gibbon Wakefield comentaba sin reparos que “los obreros a quienes se hace trabajar en exceso mueren con asombrosa rapidez; pero las vacantes de los que perecen son cubiertas rápidamente sin que el frecuente cambio de personajes introduzca ningún cambio en la escena”. Casi doscientos años después y al otro lado del planeta, Xu Lizhi, un obrero de 24 años empleado en una de las compañías de ensamblaje más importantes de China (Foxconn ensambla para Apple, Sony, etc., y cuenta 800.000 trabajadores en sus filas), poco antes de lanzarse por la ventana de su departamento apuntaba en su cuaderno: “Taller, línea de ensamblaje, máquina, tarjeta de fichar, horas extra, salario. Me han entrenado para ser dócil. No sé gritar o rebelarme, cómo quejarme o denunciar, sólo cómo sufrir silenciosamente el agotamiento”. Xu Lizhi era uno más de una lista larga. Tras la oleada de suicidios dentro de la fábrica la compañía decidió obligar a los empleados a firmar una cláusula especial “anti-suicidios”. Hoy Chile celebra, junto con los éxitos en el fútbol y el destape cultural, que tiene uno de los edificios más grandes de Latinoamérica, el más alto y con el shopping más grande, tan grande que incluso en su interior sus clientes pueden suicidarse lanzándose al vacío. Ahí tampoco, por muchos que sean los muertos, se introducirá ningún cambio en la escena, hayan o no dejado versos en su paso.
Lo que realmente se celebra en el Costanera Center es el agotamiento, inequívoco e irreversible, de un sistema de producción: el del trabajo y el valor. Eso es exactamente lo que ponen en evidencia los cadáveres que se acumulan en la planta baja del edificio, justo al lado de una colección interminable de mercancías que se adquieren en cómodas cuotas.
Este proceso de decadencia viene anunciándose en todo el mundo desde los años 70, momento en que el proyecto de los Estados de Bienestar que intentó implementar el capitalismo se vino violentamente abajo: golpes militares, guerrillas, protestas y estallidos sociales que se esparcían por todo el planeta acusaban el fin de una era del desarrollo del capital y el inicio de otra. En el territorio chileno esta nueva etapa, que tenía como principal objetivo reorganizar los roles de las distintas clases sociales y extender la vida útil del modo de producción un poco más, fue conducida por la burguesía internacional y vigilada implacablemente por las Fuerzas Armadas chilenas. Hacia la década del 90 la democracia consolidó ese proyecto en lo político, generando un escenario en el que la clase explotada volvía a tener una voz, aunque esta vez fuera de manera completamente dispersa y desarticulada vía el espectáculo de la “clase media”, los “ciudadanos”, los “indignados”, etc. Hoy, aún en ese escenario, todas las “demandas sociales” encuentran un espacio de expresión en tanto sean “demandas políticas”: exigencias de una parte que no tiene el poder a otra que si lo tiene por medio de los conductos regulares. Sin embargo, cada vez que estas demandas se expresan por fuera de los conductos regulares y se transforman en críticas prácticas, el Estado, a través de todas sus instituciones más o menos oficiales (partidos, organizaciones, ministerios, agencias, tecnócratas, etc.), acude pronta y eficientemente a reprimir y disuadir las masas insurrectas. Eso es lo que se ha podido constatar, por ejemplo, en las movilizaciones de secundarios, la huelga general de agosto del 2011, los levantamientos en Aysén, Tocopilla y Chiloé, o incluso en los eventos post-terremoto en Concepción el año 2010.
En el fondo de estas luchas y catástrofes sociales se encuentra la inexorable precarización del trabajo que ya se prefiguraba en los inicios de la revolución industrial: el trabajo de cada ser humano (es decir su tiempo) vale cada vez menos porque los capitalistas están obligados a encontrar formas cada vez más elaboradas de abaratar los costos de producción para obtener ganancias y mantenerse activos en la competencia. Primero fueron las máquinas a vapor, luego los computadores, hoy es la flexibilidad laboral. En la capital, frente a un espectáculo dantesco de mercancías, a un proletario ya no le basta con tener un solo trabajo, debe endeudarse por décadas o buscar formas secundarias de generar dinero: dobles turnos, trabajos nocturnos, “pololitos”, etc. En las regiones, simplemente no hay trabajo ni circulan las mercancías, al punto de que cada vez se hace más común que provincias enteras queden desabastecidas de artículos de consumo básico. Un egresado de historia termina poniendo un almacén; un abogado recién titulado conduciendo un taxi o trabajando para un centro de formación técnica. Ni siquiera el supuesto mercado de las “actividades especializadas” es nicho de estabilidad.
En el territorio dominado por el Estado chileno conviven esquizofrénicamente la imagen de una potencia económica en linea recta a la abundancia, y la realidad de una sociedad que se cae a pedazos por falta de trabajo y por exceso de él: el que no está parado y desesperado intentando encontrar la forma de ganarse la vida, está corriendo como loco entre el trabajo, la casa y el Mall gastándose la vida en una espiral de alienación que sólo aumenta.
Con todo, ningún grupúsculo de izquierda (leninista o anarquista, revolucionario o no) ha sido capaz de reconocer la profundidad de este hecho histórico. Lo que hacen en cambio es darle una vuelta de tuerca más al programa decimonónico de afirmación del trabajo como si fuera una forma natural de producir la vida; todavía discuten cuál es la forma más “eficiente y justa” de repartir un pastel que no existe más que como ideología de la riqueza social. Es más, ellos mismos, en tanto partes de una masa social atomizada, son expresiones de la violenta maquinaria de la división social del trabajo.
Por el contrario, los anticapitalistas reconocemos en el trabajo, tal como lo conocemos hoy, una forma de producción específica de un periodo histórico que tiene unas relaciones sociales de producción específicas. La contradicción entre capital y trabajo no se supera afirmando lo primero, ni menos lo segundo.
Los muertos del Costanera Center, y todos los demás muertos en vida que se esparcen por este territorio miserable, ponen en evidencia la verdadera cara de esta vorágine alienante a la que conduce el trabajo y su lógica de producción de valor: “El triunfo del capitalismo es también su fracaso. El valor no puede crear una sociedad habitable, ni siquiera como sociedad injusta; más bien destruye sus propias bases en todos los ámbitos”. (Anselm Jappe)
En 1833 el político y colonizador inglés Edward Gibbon Wakefield comentaba sin reparos que “los obreros a quienes se hace trabajar en exceso mueren con asombrosa rapidez; pero las vacantes de los que perecen son cubiertas rápidamente sin que el frecuente cambio de personajes introduzca ningún cambio en la escena”. Casi doscientos años después y al otro lado del planeta, Xu Lizhi, un obrero de 24 años empleado en una de las compañías de ensamblaje más importantes de China (Foxconn ensambla para Apple, Sony, etc., y cuenta 800.000 trabajadores en sus filas), poco antes de lanzarse por la ventana de su departamento apuntaba en su cuaderno: “Taller, línea de ensamblaje, máquina, tarjeta de fichar, horas extra, salario. Me han entrenado para ser dócil. No sé gritar o rebelarme, cómo quejarme o denunciar, sólo cómo sufrir silenciosamente el agotamiento”. Xu Lizhi era uno más de una lista larga. Tras la oleada de suicidios dentro de la fábrica la compañía decidió obligar a los empleados a firmar una cláusula especial “anti-suicidios”. Hoy Chile celebra, junto con los éxitos en el fútbol y el destape cultural, que tiene uno de los edificios más grandes de Latinoamérica, el más alto y con el shopping más grande, tan grande que incluso en su interior sus clientes pueden suicidarse lanzándose al vacío. Ahí tampoco, por muchos que sean los muertos, se introducirá ningún cambio en la escena, hayan o no dejado versos en su paso.
Lo que realmente se celebra en el Costanera Center es el agotamiento, inequívoco e irreversible, de un sistema de producción: el del trabajo y el valor. Eso es exactamente lo que ponen en evidencia los cadáveres que se acumulan en la planta baja del edificio, justo al lado de una colección interminable de mercancías que se adquieren en cómodas cuotas.
Este proceso de decadencia viene anunciándose en todo el mundo desde los años 70, momento en que el proyecto de los Estados de Bienestar que intentó implementar el capitalismo se vino violentamente abajo: golpes militares, guerrillas, protestas y estallidos sociales que se esparcían por todo el planeta acusaban el fin de una era del desarrollo del capital y el inicio de otra. En el territorio chileno esta nueva etapa, que tenía como principal objetivo reorganizar los roles de las distintas clases sociales y extender la vida útil del modo de producción un poco más, fue conducida por la burguesía internacional y vigilada implacablemente por las Fuerzas Armadas chilenas. Hacia la década del 90 la democracia consolidó ese proyecto en lo político, generando un escenario en el que la clase explotada volvía a tener una voz, aunque esta vez fuera de manera completamente dispersa y desarticulada vía el espectáculo de la “clase media”, los “ciudadanos”, los “indignados”, etc. Hoy, aún en ese escenario, todas las “demandas sociales” encuentran un espacio de expresión en tanto sean “demandas políticas”: exigencias de una parte que no tiene el poder a otra que si lo tiene por medio de los conductos regulares. Sin embargo, cada vez que estas demandas se expresan por fuera de los conductos regulares y se transforman en críticas prácticas, el Estado, a través de todas sus instituciones más o menos oficiales (partidos, organizaciones, ministerios, agencias, tecnócratas, etc.), acude pronta y eficientemente a reprimir y disuadir las masas insurrectas. Eso es lo que se ha podido constatar, por ejemplo, en las movilizaciones de secundarios, la huelga general de agosto del 2011, los levantamientos en Aysén, Tocopilla y Chiloé, o incluso en los eventos post-terremoto en Concepción el año 2010.
En el fondo de estas luchas y catástrofes sociales se encuentra la inexorable precarización del trabajo que ya se prefiguraba en los inicios de la revolución industrial: el trabajo de cada ser humano (es decir su tiempo) vale cada vez menos porque los capitalistas están obligados a encontrar formas cada vez más elaboradas de abaratar los costos de producción para obtener ganancias y mantenerse activos en la competencia. Primero fueron las máquinas a vapor, luego los computadores, hoy es la flexibilidad laboral. En la capital, frente a un espectáculo dantesco de mercancías, a un proletario ya no le basta con tener un solo trabajo, debe endeudarse por décadas o buscar formas secundarias de generar dinero: dobles turnos, trabajos nocturnos, “pololitos”, etc. En las regiones, simplemente no hay trabajo ni circulan las mercancías, al punto de que cada vez se hace más común que provincias enteras queden desabastecidas de artículos de consumo básico. Un egresado de historia termina poniendo un almacén; un abogado recién titulado conduciendo un taxi o trabajando para un centro de formación técnica. Ni siquiera el supuesto mercado de las “actividades especializadas” es nicho de estabilidad.
En el territorio dominado por el Estado chileno conviven esquizofrénicamente la imagen de una potencia económica en linea recta a la abundancia, y la realidad de una sociedad que se cae a pedazos por falta de trabajo y por exceso de él: el que no está parado y desesperado intentando encontrar la forma de ganarse la vida, está corriendo como loco entre el trabajo, la casa y el Mall gastándose la vida en una espiral de alienación que sólo aumenta.
Con todo, ningún grupúsculo de izquierda (leninista o anarquista, revolucionario o no) ha sido capaz de reconocer la profundidad de este hecho histórico. Lo que hacen en cambio es darle una vuelta de tuerca más al programa decimonónico de afirmación del trabajo como si fuera una forma natural de producir la vida; todavía discuten cuál es la forma más “eficiente y justa” de repartir un pastel que no existe más que como ideología de la riqueza social. Es más, ellos mismos, en tanto partes de una masa social atomizada, son expresiones de la violenta maquinaria de la división social del trabajo.
Por el contrario, los anticapitalistas reconocemos en el trabajo, tal como lo conocemos hoy, una forma de producción específica de un periodo histórico que tiene unas relaciones sociales de producción específicas. La contradicción entre capital y trabajo no se supera afirmando lo primero, ni menos lo segundo.
Los muertos del Costanera Center, y todos los demás muertos en vida que se esparcen por este territorio miserable, ponen en evidencia la verdadera cara de esta vorágine alienante a la que conduce el trabajo y su lógica de producción de valor: “El triunfo del capitalismo es también su fracaso. El valor no puede crear una sociedad habitable, ni siquiera como sociedad injusta; más bien destruye sus propias bases en todos los ámbitos”. (Anselm Jappe)
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