miércoles, 6 de marzo de 2013

Cuando un gobernante muere, lo último que debemos sentir es tristeza

Nigún/a explotado/a en el mundo debiese llorar la muerte de sus gobernantes. Si esto ocurre, no es más que por la racionalidad invertida que mantiene este sistema en funcionamiento. Y es que quienes están en la administración de cualquier Estado, no están sino en contra de nuestros propios intereses, digan lo que digan sus credos ideológicos. Que se entienda bien, no pretendemos caer en discursos maximalistas ni contribuir a la miseria teórica que intenta simplificar hasta el absurdo la realidad; existen fundamentos contundentes, aportados hace ya bastante tiempo, a la luz de los procesos históricos en los que nuestra clase ha intentado poner fin a sus miserias, que nos permiten comprender claramente de qué lado de la barricada están quienes hacen de cabeza visible de los aparatos estatales. Dejando a un lado la evidente hipocresía reinante, no por nada la mayoría de la clase política mundial manifiesta su "solidaridad con el dolor de la familia y del pueblo venezolano": con toda la gama de colores en que se presenta, es una sola. Y nuestra enemiga. En los procesos sociales que van construyendo al proletariado en sujeto revolucionario, la identificación del mismo con caudillos de fraseología socialista no es sino un signo de debilidad, un límite que debemos contribuir a superar. Y es que, por lo demás, no se puede construir un movimiento revolucionario con posibilidades reales de victoria sino es a partir de un cuestionamiento y combate radical a toda mistificación, a toda idolatría; las mismas que un amplio sector de la izquierda del capital se esfuerza en mantener y potenciar, al son de su proselitismo intrínseco y en consonancia directa con las lógicas de relación poder-masas del sistema, pues no son más que una de sus expresiones. 

La muerte de Hugo Chávez, líder "espiritual" del proceso capitalista-bolivariano que está a la cabeza del estado venezolano, no nos alegra (la muerte no nos complace), pero de ninguna forma nos causa el pesar que demuestra la generalidad de la izquierda mundial y buena parte del mundo "libertario". Y es esta misma "izquierda" la que, hipócritamente, con aires de superioridad moral, pone en cuestión el llanterío de proletas comunes y corrientes tras las muertes de Lady Di, Michael Jackson o Felipe Camiroaga. Matices más matices menos, la lógica implicada en tales demostraciones de espectacular pesar es la misma. Sólo un par de días antes del fallecimiento del caudillo bolivariano, era asesinado el activista indígena Sabino Romero, tras años de defender sus tierras de la burguesía terrateniente y del proyecto capitalista-desarrollista conducido por Chávez, enfrentando el hostigamiento proveniente desde el aparto estatal y del sicariato ganadero. Asesinatos como éste, que se replican por montones en todas partes, las millares de vidas diarias cobradas por el funcionamiento normal del sistema capitalista (del que Hugo Chávez no era sino otro profeta), son motivos de real dolor; constituyen razones urgentes para intentar aportar a la destrucción de este mundo enfermo, a la construcción de una comunidad humana auténticamente libre: sin mercancías, sin trabajo asalariado y sin estado.

Dejamos a continuación uno de los posicionamientos que hasta el momento nos parece de los más coherentes, aún considerando el aire demócrata que se deja sentir al final (las esperanzas en la "profundización de la democracia" no las compartimos para nada):

¡Ni en duelo, ni en celebración!:
¡Llegó la hora de la autonomía de las luchas sociales!

Cuando se suman una gravísima dolencia, atención médica condicionada a miopes decisiones políticas, y un paciente alucinado de poder, solo cabía esperar este final: el caudillo ha muerto, con lo que tenemos un cambio sustancial en la escena política venezolana.

En un instante, lo que fue mayor fortaleza del régimen se convierte en su debilidad esencial: Chávez lo era todo y, al faltar, sólo queda conjurar la fidelidad absoluta hacia su recuerdo con la obediencia a sus disposiciones sucesorales, evidenciando lo endeble de un gobierno que buscó reforzar su supuesto carácter “socialista y popular” con la práctica de un grotesco culto a la personalidad, ahora convertido en vacía invocación a las ánimas. El propio occiso es el principal responsable de este desenlace. El secretismo que rodeó a su enfermedad era movido por los mismos resortes de la centralización extrema del poder, lo que a falta de coherencia ideológica interna deja a sus seguidores enfrentándose entre sí por la herencia del mando, con clara ventaja para los altos burócratas rojos-rojitos y la casta militar, en labores de negociación asegurando impunidad para sus corruptelas.


En cuanto a la oposición de derecha y socialdemócrata, la nueva situación les encuentra sin haber superado las derrotas en las presidenciales del 7-O y las regionales del 16-D, comicios en los que se habían comprometido con abultadas ilusiones y con la oferta de un “populismo sifrino”, jurando a los votantes mantener y ser eficientes en el uso de los instrumentos clientelares que tanto le valieron a Chávez. Ahora, esta oposición acomodadiza quiere creer que una fortuita metástasis por fin ha puesto a su alcance el ascenso a ese poder político del que sus ambiciones, errores, pereza e incompetencia los ha alejado por largos años, poder que ejercerían con similar necedad y afán depredador al que ha practicado la boliburguesía chavista.

Frente a ese cuadro de cálculos mezquinos y oportunistas, que iguala al Gran Polo Patriótico y la oposición de la Mesa de Unidad Democrática, tenemos la grave situación del país: inflación desbocada, creciente desempleo y precariedad ocupacional, devaluación monetaria, espantosa inseguridad personal, crisis en los servicios de agua y electricidad, educación y salud por los suelos, falta de viviendas, obras públicas obsoletas o en ejecución atropellada, atención sólo demagógica para las extremas carencias de los más necesitados, y un etcétera que no por largo es menos nefasto.

Esos problemas no son la preocupación central de los dos bandos en contienda por la Silla de Miraflores y el botín petrolero. Por ello, nuestra respuesta colectiva debe despreciar su chantaje de exigirnos respaldo electoral a cambio de soluciones que nunca llegan o son ridículamente incompletas. Esta es la hora de desbordar a esas cúpulas podridas y construir, desde abajo, una verdadera democracia, con igualdad, justicia social y libertad. Hay que potenciar la indignación generalizada por la situación que padecemos, convirtiéndola en luchas sociales autónomas, extendidas y autogestionadas, diciendo claramente a los políticos del poder que no los necesitamos como intermediarios u otorgantes graciosos de lo que desde abajo y unidos podemos cosechar, sin necesidad de “manos blancas” o “boinas rojas”.

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