Una de las propuestas más difundidas en el último tiempo dentro del "ecologismo", es la del "decrecimiento". Miguel (o Miquel) Amorós critica esta nueva ideología decrecentista, entregando además varios elementos para la discusión revolucionaria tanto en el campo "ambiental", como en el de la construcción comunista en general. Si bien no podemos hacer nuestra cada afirmación de los documentos aquí reunidos, concordamos a nivel general, esto es: el conflicto ambiental no se resolverá definitivamente si no son destruidos los cimientos en los que se funda la sociedad capitalista, si no se subvierte la esencia de las relaciones que la sustentan. Por el contrario, promover el "decrecimiento" económico de la sociedad actual, entendida como un bloque a-histórico que debe meramente frenar su expansión, sin entrar en profundidad en el cuestionamiento de sus conflictos internos (de clase), o es un idealismo bastante ingenuo o, derechamente, una pretendida salida desde la clase dominante a los problemas que la existencia y crecimiento de sus mismos privilegios genera, transformando una vez más la crítica parcial en un mecanismo de ajuste del sistema. En definitiva, como afirma Amorós, no basta con "poner a dieta al capitalismo". Es su destrucción la que se requiere, hoy más que nunca con mayor urgencia. Y como parte inherente de este proceso, que sólo puede ser concebido como revolucionario, construir la comunidad humana autoemancipada.
Difundimos entonces tres textos de este autor sobre el tema: dos documentos y una entrevista. Al final dejamos también el enlace a una larga respuesta desde el campo "decrecenista" a estas críticas, la que si bien es clarificadora en algunos detalles, no hace sino que reafirmar el sentido de los comentarios de Amorós.
El trauma del decrecimiento
“Con frecuencia, nos dejamos dominar por una impresión, hasta que nos liberamos al reflexionar, y esta meditación rápida y mudable en su agilidad, penetra en el íntimo misterio de lo desconocido.”
(Kirkegaard, Diario de un S, eductor)
La sinrazón gobierna el mundo. Los individuos se relacionan a través de cosas que les imponen sus reglas desde fuera: mercancías, dinero, tecnología... En la sociedad a la que pertenecen su trabajo sirve para producir beneficios crecientes a particulares, no para satisfacer necesidades reales colectivas, por lo que aparece dominada por un tipo concreto de actividad económica: una economía de mercado cuya metástasis agota los recursos naturales, aumenta las desigualdades sociales y destruye el planeta. La separación entre el mundo tal como va y tal como debería ir es completa y el futuro prometido no merece más que desprecio. El reino de la razón apunta hacia atrás, a una edad de oro; así las formas anteriores de sociedad y Estado salen del desván como soluciones menos injustas e irracionales y se ponen de moda. Unos proponen la vuelta a estadios anteriores a la civilización urbana (primitivistas); otros, al Estado-nación y a las condiciones capitalistas de la posguerra (ciudadanistas); finalmente, otros, mediante la agricultura biológica, el “comercio justo” y la “banca ética”, quieren regresar a la fase inicial del capitalismo, la de la separación del valor de uso y el valor de cambio, del trabajo concreto y el trabajo abstracto (neorrurales).
Una sociedad de clases pulverizadas que existe como objeto del capital
La etapa desarrollista o fordista del capitalismo produjo fenómenos de desclasamiento entre los trabajadores que se acentuaron con la reestructuración productiva que la concluyó; la mundialización hizo lo propio con las clases medias, tras precipitarlas en el abismo del crédito. El relevo generacional del proletariado y la mesocracia se horroriza ante la amenaza de exclusión, el destino de formar parte de la masa que la economía no necesita debido a la alta productividad y a la explotación intensiva de los obreros de los países “emergentes”. No obstante, la voluntad de reorganizar la sociedad según normas diferentes, el deseo de un cambio en la manera de aprender, producir y consumir que hoy se manifiesta esporádicamente en los llamados “movimientos sociales”, no lleva la impronta de la acción proletaria. La clase obrera ha perdido la memoria, y con ello, sus maneras y su ser. La iniciativa pertenece a los pequeños burgueses desclasados, a los estudiantes, empleados, funcionarios, y, en general, a los grupos sociales en el filo de la proletarización, los perdedores de la mundialización. El oscurecimiento del antagonismo de clase producto de la derrota obrera, sumado a la evidencia de la crisis ecológica, permite que se presenten como representantes de intereses generales, fabricándose para la ocasión un pensamiento recuperado de fragmentos críticos anteriores frutos de luchas reales. Confeccionan una ideología, una salsa de ideas completamente desligada tanto de su origen como de la acción, que refleja las ambigüedades de la idiosincrasia perdedora, sentada entre dos sillas, y que viene caracterizada por la negación del conflicto clasista, el rechazo de las vías revolucionarias, la confianza en las instituciones y la indiferencia ante la historia, detalles estos que confieren a la protesta un nuevo estilo en las antípodas de la pasada lucha de clases. En efecto, para los perdedores el capitalismo no es un sistema donde los individuos se relacionan a través de cosas y sobreviven sometidos al trabajo y esclavizados por el consumo y las deudas, algo que nació en un momento dado y puede desaparecer en otro; tal sistema no se desprende de una determinada relación social derivada de la propiedad privada de los medios de producción, sino que es “una creación de la mente”, un estado mental cuyo “imaginario” hay que descolonizar con ejercicios espirituales. Hay pues que alejarse de situaciones traumáticas, olvidarse de tomar bastillas y asaltar palacios de invierno, y sumergirse en ambientes “relacionales” donde dominen condiciones psicológicas apacibles y familiares, que alguien ha llegado a calificar de “femeninas”. En el polo opuesto a Mayo del 68, uno no tiene más ganas de hacer el amor cuando más se enfrenta con la policía, ni encuentra la playa debajo de los adoquines. La barricada no abre el camino. Eso seguramente es cosa de machotes, un modo de hacer demasiado “masculino”. El método “convivial” no busca combatir porque no reconoce enemigos; se basa en trastocar la actitud de las personas - desde luego, no hechas de historia, sólo rellenas de “imaginario”-- no con el trabajo de la negación, sino con el buen rollo evangelizador.
La crisis principal es crisis de la conciencia de clase
De acuerdo con el idealismo mesocrático el mundo es irracional e injusto porque no ha sido gobernado de forma adecuada, al no proporcionársele a la humanidad una verdad definitiva, o no desvelársele una “ley natural” como por ejemplo la del decrecimiento, fácilmente condensada en las ocho “erres” de Latouche. El antagonismo violento entre clases aparece apaciguado y semidisuelto en múltiples oposiciones menores: consumismo y frugalidad, despilfarro y ecoeficiencia, mundial y local, desperdicio y reciclaje, alimentación industrial y autoproducción, coche privado y bicicleta, crecimiento y decrecimiento, ying y yang. La ruta de una parte a la otra ha de ser recorrida con simplicidad y sin traumas; el nuevo orden será implantado lejos de las masas, paulatinamente y desde fuera, mediante la pedagogía y el ejemplo, gracias a experiencias marginales austeras y reformas fiscales. El decrecimiento es para sus seguidores la verdad “más verdadera”, por lo que será suficiente aplicarla en pequeñas dosis y “articularla políticamente” para que su virtud conquiste el mundo. Como verdad absoluta no está sujeta al espacio ni al tiempo, no es vista como un producto histórico gestado en etapas anteriores de la crisis capitalista, responsable de una evolución determinada de las clases sociales y de sus conflictos. Sin embargo la memoria nos aclara el sentido de la aventura decrecentista en busca del reino idealizado de la clase media decadente. Para empezar, el decrecentismo no aporta nada nuevo. En sí es una mezcla de bioeconomía, indigenismo y ciudadanismo. De la primera extrae su principio económico; del segundo, su principio social, la “convivencialidad”; del tercero, su principio político. Por supuesto, el decrecimiento es una “propuesta abierta a una gran diversidad de experiencias y corrientes”; no son lo mismo Enric Duran y los anarcosindicalistas, que Attac, los posestalinistas o la cohorte oenegera. Pero precisamente debido al hecho de no desprenderse de una praxis social concreta sino haber nacido en una mesa de expertos y profesores –cosa que reafirmaría más todavía su naturaleza ideológica-- el remedio del decrecimiento sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Los más avispados se inspiran en la autoorganización de barriadas marginales de conurbaciones tercermundistas como La Paz, Oaxaca o Niamey, pero hay quien señala a Cuba como ejemplo de lo que significa mantenerse “dentro de los parámetros de sostenibilidad”. Con ese modelo no es de extrañar que al proyecto decrecentista se apunte “el mundo de los partidos comunistas”, mundo parásito por excelencia, subrayando así uno de los aspectos más sospechosos, acontecimiento del que se felicitan Carlos Taibo y Fernández Buey. En una atmósfera convivencial, cuanto más seamos, más reiremos: el decrecimiento es igual de compatible con el marxismo ecléctico y positivista de los universitarios que con la teología de la liberación o el municipalismo libertario. Cualquiera puede interpretarlo a su conveniencia, poner el acento en unas ideas y desechar otras, darle un toque particular o pasarlo por el cedazo, sin que por ello quede oculto su función reaccionaria en tanto que falsa conciencia de la realidad de unas clases en migajas.
No way out
Todos los partidarios del decrecimiento hablan de salirse de la economía, aunque la forma de dar el paso no pase por una revolución, ni tan sólo por una hecatombe económica. Sin que pase por una salida. La destrucción del capitalismo no es la condición previa del cambio. Éste ha de ser “civilizado”, pasando por la puerta, no rompiéndola, con el inapreciable auxilio de la informática e internet, herramientas “conviviales” que “atacan el reino de la mercancía” (Gorz) y nos ayudan a crear “espacios autónomos convivenciales y ahorrativos” repletos de “bienes relacionales”, gracias a cuyo atractivo quedará nuestro imaginario descolonizado. No se trata pues de sustituir un sistema por otro, y menos con violencia, sino de crear un sistema bonito dentro de otro malo, que conviva con él. Cuando los decrecentistas hablan de salir del capitalismo, la mayoría de las veces se refieren a salir del “imaginario capitalista”. A un cambio de mentalidad, no de sistema. Es más, piensan que este otro cambio, que comportaría la destrucción de la democracia burguesa, la socialización de la producción, la eliminación del mercado, la abolición del salario y la desaparición del dinero, engendraría “el caos”, algo “insostenible” que además tendría el defecto de no terminar con el “imaginario dominante.” Estamos muy lejos de caminar hacia lo que en otra época se llamó socialismo o comunismo. Lo que se pretende es más sencillo: poner a dieta al capitalismo. No cabe la menor duda de que sus dirigentes, estimulados por el éxito de una “economía solidaria” a la que el Estado ha transferido suficientes medios, y, forzados por el agotamiento de los recursos y la escasez de energía barata, se van a convencer de la necesidad de entrar “en una transición socio-ecológica hacia menores niveles de uso de materias primas y energía” (Martínez Alier). Los millones de parados que engendraría dicha transición habrían de coger el ordenador y marchar al campo, recipiente de un sinfín de “nuevas actividades”, medida que fluiría de un “ambicioso programa de redistribución” incluyendo una “renta de ciudadanía” (Taibo), al alcance solamente de las instituciones estatales. En tanto que tentativa de salirse del capitalismo sin abolirlo, al pasar a la acción y entrar en el terreno de los hechos, los decrecentistas confluyen con el viejo y abandonado proyecto socialdemócrata de abolir el capitalismo sin salir nunca de él. Si acabar con el capitalismo de forma abrupta es una forma de “decrecimiento traumático” que va contra el “decrecimiento sostenible” (Cheynet), qué decir tendría acabar con la política. Aunque no haya más política que la que sigue los designios de la economía, y, por lo tanto, del crecimiento, no se concibe otra manera de “implementar” las medidas necesarias de cara a una “transición igualitaria hacia la sostenibilidad” que la de “recuperar protagonismo como comunidades políticas” (Mosangini), por ejemplo, mediante “una propuesta programática ante las elecciones” (Jaime Pastor). Así pues, los decrecentistas podrán cuestionar el sistema económico que han renunciado a destruir, pero nunca cuestionarán sus subproductos políticos, los partidos, el parlamentarismo y el Estado, instrumentos conviviales y espirituales donde los haya. Aunque en casa la boca se les llene con lo de “recobrar espacios de autogestión”, de puertas afuera claman por el engendro de la “democracia participativa”, es decir, por la vigilancia y asesoría de las instituciones y constructoras en materia de urbanización e infraestructuras, al objeto de conjurar las protestas radicales en defensa del territorio.
El Estado es el aparato mediador entre el capital en su conjunto y los capitales particulares
Del ciudadanismo, la ideología del decrecimiento conserva intactos el pánico a los conflictos, el amor a las nuevas tecnologías y la adhesión al Estado “democrático”. Los ciudadanistas han circulado antes por la carretera estatista en sus demandas de tasación y regulación financiera. En los países llamados democráticos porque ocultan su totalitarismo, un pretendido sujeto emerge de las ruinas del proletariado: la “ciudadanía”. Éste es el disfraz con que la lumpenburguesía se sirve para presentar la cuestión social no como respuesta a las prácticas de una clase dominante propietaria del mundo, sino como un problema de impuestos y de derechos civiles, efectivamente bloqueados o recortados por leyes de excepción necesarias para el funcionamiento de la economía, que es de manera progresiva una economía de guerra. La acción ciudadana no consistirá en suprimir las diferencias de clase, igualar la remuneración de los funcionarios, impugnar la existencia de las jerarquías y menos aún en reivindicar una expropiación generalizada; consistirá sencillamente en “repolitizar la esfera pública y recordar a los consumidores que son por encima de todo ciudadanos” (Jorge Reichman). Afirmar rotundamente que otro capitalismo es posible, reclamando al Estado como buenos votantes nuevas leyes que garanticen los derechos conculcados y una nueva fiscalidad que repare los daños provocados en la sociedad y el medio ambiente. Para los ciudadanistas, ni la política ni el Estado tienen carácter de clase y forman parte del mecanismo de explotación, sino que son espacios neutros susceptibles de ponerse al servicio de intereses comunes con tal que sean controlados por observatorios y comisiones de seguimiento. Ante esa convicción inamovible, el alboroto y la algarada que acompañan a las movilizaciones no resultan argumentos “que pesen en el debate” y han de condenarse en favor de las manifestaciones pacíficas y festivas, del diálogo con los poderes y de las elecciones.
A pesar de las diferencias, no existe una contradicción mayor entre la ideología ciudadanista y la del decrecimiento, sino una continuidad lógica. Las dos traducen la mentalidad de las clases medias en dos etapas distintas del capitalismo. El ciudadanismo se correspondía con un periodo expansivo, donde había especulación para todos. Las clases medias ciudadanas no escupen en la mano que les presta dinero; por eso eran optimistas y contrarias a contestar una economía que parecía funcionar; sólo era cuestión de moralizarla con regulaciones y controles institucionales preferentemente en manos de la “izquierda real”. No querían modificar el sistema político, sino renovar los contenidos de los programas; soldar el partido del Estado. Para mejor precisar estos objetivos, se negaron a constituirse en partido, diluyeron su keynesianismo y de estar “contra la globalización” se fueron a “otra globalización”. Mientras tanto, el único decrecimiento que hubo fue el de la conciencia social. Cuando el panorama se volvió negro, el rosario de crisis financieras, bursátiles e inmobiliarias donde desembocó la expansión burbujeante de la economía tuvo consecuencias funestas para la “ciudadanía”, fuertemente endeudada y con el imaginario puesto en una segunda residencia y unas vacaciones en Cancún. Por primera vez en muchos años hubo decrecimiento, pero en forma de recesión económica, no de imaginario liberado. La factura de las crisis no se detuvo en los que pagan siempre sino que llegó hasta el empresariado, al que también se le cerró el crédito. Las bolsas de excluidos y morosos se dispararon. El temor a situaciones como las del “corralito” argentino se hizo palpable. El retorno de un Estado fuerte tapando los agujeros con fondos y creando trabajo se impuso como solución. El discurso del cambio climático sacó fuera del baúl de los horrores a la energía nuclear. El “peak” de la producción petrolífera puso en marcha el negocio de las energías renovables. La misma clase dominante tuvo que reconsiderar la “alternativa” del keynesianismo y la industria verde, única posibilidad de crecimiento inmediato. El capitalismo viraba seriamente hacia el desarrollismo “sostenible”, auxiliado por un ecologismo que no se propuso desafiarle, un ecologismo pues inoperante ecológicamente. Un cambio de paradigma capitalista de tal magnitud, o dicho más exactamente, un estado de excepción ecológico, primer capítulo de una economía de guerra, acarreaba importantes alteraciones en la producción, el consumo y la manera de vivir, cambios que afectaban a las clases perdedoras. Había llegado el momento de salirse de un determinado tipo de capitalismo y permitirse el lujo de declararse anticapitalistas.
La destrucción y reconstrucción del planeta forma parte del proceso de valorización capitalista
Ante una clase media arruinada, millones de parados y unas perspectivas económicas realmente belicosas, el proyecto ciudadanista resultaba ridículamente moderado. El capitalismo se adelantaba al fomentar un Estado verde dentro de una economía verde. El catastrofismo ecologista había encontrado padres adoptivos en las instancias dirigentes del más alto nivel, enriqueciendo el lenguaje de Estado. Reaparecieron jerarcas partidarios de poner límites, incluso, a largo plazo, de ir hacia un capitalismo sin crecimiento, tal como recomendaron los expertos del Club de Roma hace casi cuarenta años. Los medios decrecentistas recibieron un aluvión de adherentes con ganas de marcha; de ahí las presiones para abandonar el debate entre expertos (a fin de “ejercer la ciudadanía”) y el individualismo (o el “decrecimiento en una sola aldea”), bien creando un partido político o en su defecto un “movimiento”, bien proponiendo nuevas instituciones y profesiones. Por ahora los nuevos horizontes de la economía y de la política no convergen con “el programa reformista de transición” del decrecimiento, todavía en mantillas, pero sin duda acercan posiciones. Los dirigentes capitalistas son conscientes de que incorporar criterios de sostenibilidad a la gestión económica es la mejor garantía para la supervivencia de las empresas. Los objetivos de un programa patronal como el llamado “Responsabilidad Social Corporativa” son “integrar los aspectos económicos, sociales y medioambientales en la actividad empresarial e incluirlos en su estrategia.” Uno creería estar leyendo Le Monde Diplomatique. Por otro lado las decisiones empiezan a regresar a la esfera del Estado, recobrando éste en parte la facultad de definir los intereses generales, lo que renueva con mayor realismo las esperanzas decrecentistas de un “control democrático de la economía por la política”. Un entendimiento con el orden es posible. Empresarios, políticos y fans del decrecimiento, unos quedándose dentro sin salirse, otros saliéndose fuera sin quedarse, coinciden a grandes rasgos en poner atención al metabolismo de la economía y gravar las pérdidas del ecosistema “sin mermar el bienestar de los empleados.” De acuerdo pues en el refuerzo de los controles, en la necesidad de pagar la “deuda de carbono”, en la difusión de las nuevas tecnologías, en el aumento de la inversión pública, en el reciclado de basuras, en la gestión “democrática” del territorio y, sobre todo, en la aceptación de determinadas restricciones al consumo, que habrá de basarse no ya en la abundancia, sino en el racionamiento (por ejemplo, energético). Desde cualquier ángulo, las soluciones pasan por disciplinar a los individuos en tanto que consumidores, reeducándolos en el ahorro, la austeridad, el reciclaje y el pago de tasas académicas e impuestos mayores. En tanto que automovilistas, financiándoles la compra de coches menos contaminantes, pero obligando a pagar peajes por acceder a los centros de las conurbaciones y trabando al estacionamiento. Y también en tanto que trabajadores, preparándolos para el reparto de trabajo, la reducción salarial, la recolocación en medio rural y el ocio creativo. Finalmente, la necesidad de mantener a sectores enteros de excluidos del mercado laboral revaloriza experiencias marginales como cooperativas, huertos urbanos, desescolarización, entretenimiento comunitario, trueque, movilidad sostenible, etc.; es decir, garantiza la existencia de una economía marginal tolerada e incluso protegida, un “tercer sector” al que se transfiere por las vías fiscal y administrativa un pedacito de los beneficios de la economía “real”.
Violencia anticapitalista o destrucción de la especie Humana
Muchas ideas expuestas en los papeles decrecentistas son interesantes y comprensibles en un contexto de rebeldía, y aún se entienden mejor en las obras de los autores originales de donde fueron recuperadas. No forman un conjunto coherente, puesto que su base social no es coherente. Dada la “diversidad” de personajes, colectivos y sectores presentes, en distintos niveles de compromiso con la dominación, la mediación a través de la práctica se produce en la confusión y la arbitrariedad. Todos tienen en común el huir de ese factor esencial de conocimiento que es la revuelta. Todos temen al trauma de la revuelta. El decrecimiento es un paraguas bajo el que se cobijan posturas imposibles de unificar: unas se limitan a acampar en los prados de la pedagogía, otras insisten en preñar la política y el sindicalismo, y el resto obedece a la llamada de la tierra. Cada posicionamiento refleja los intereses concretos de un determinado grupo social, distintos e incluso opuestos a los de los otros grupos, puesto que la clase en la que se insertan no es una auténtica clase, sino un montón de pedazos de otras. La Historia muestra suficientes ejemplos de la única materia que puede reunir tal tipo de fragmentos: el miedo. Un movimiento sin intereses claros y con la estrategia por definir, impulsado por el pánico, no puede funcionar más que al servicio de otros intereses, estos por supuesto bien visibles, y como parte de otra estrategia, perfectamente definida: en ausencia de un movimiento revolucionario real, mandan los intereses y la estrategia de la clase dominante.
Son encomiables muchos experimentos de desvinculación, reivindiquen o no reivindiquen el decrecimiento, pues en las épocas sombrías tienen la fuerza del ejemplo, a condición, eso sí, de presentarse como lo que son, modos de sobrevivir más llevaderos, de coger aliento si cabe, pero nunca panaceas. Son un comienzo pues la secesión es hoy la condición necesaria de la libertad. Sin embargo, ésta no tiene valor sino como fruto de un conflicto, o sea, unida a la subversión de las relaciones sociales dominantes. Constituyendo una especie de guerrilla autónoma. La relación con los combates sociales y la práctica de la acción directa es lo que confiere el carácter autónomo al espacio, no su existencia en sí. La ocupación pacífica de fábricas y territorios abandonados por el capital podrá resultar a veces loable pero no funda una nueva sociedad. Los espacios de libertad aislados, por muy meritorios que parezcan, no son barreras que impidan la esclavitud. No son fines en sí mismos, como no lo eran los sindicatos en otros periodos históricos, y difícilmente pueden ser instrumentos para la reorganización de la sociedad emancipada. Durante los años treinta fue cuestionado ese papel, atribuido entonces a los sindicatos únicos, porque se le suponía reservado a las colectividades y a los municipios libres. El debate merece recordarse, sin olvidar que, a la hora de la verdad, la autonomía de cada institución revolucionaria, sindicatos incluidos, fue asegurada por la presencia de milicias y grupos de defensa. Pero hoy las cosas son diferentes; la emancipación no va a nacer de la apropiación de los medios de producción sino de su desmantelamiento. Las zonas relativamente segregadas hoy en día existen precisamente porque son frágiles, porque no son una amenaza, no porque constituyan una fuerza. Y sobre todo, porque no sobrepasan los límites del orden: en Francia, la mayor aportación del millón de neorrurales no ha sido otra que “votar a la izquierda”. Al fin y al cabo, también son contribuyentes. Los islotes autoadministrados no transforman el mundo. La lucha, sí. No estamos en la época de los falansterios y las icarias. La democracia directa y el autogobierno han de ser respuestas sociales, la obra de un movimiento nacido de la fractura, de la exacerbación de los antagonismos sociales, no del voluntarismo campañil, y no han de producirse en la periferia de la sociedad, lejos del mundanal ruido, sino en su centro. El espacio será efectivamente liberado cuando un movimiento social consciente lo arrebate al poder del Mercado y del Estado, creando sólidas contrainstituciones en él. La salida del capitalismo será obra de una ofensiva de masas o no será. El nuevo orden social justo e igualitario nacerá de las ruinas del antiguo, puesto que no se puede cambiar un sistema sin destruirlo primero.
Extraido de la publicación Libre Pensamiento, número 63, invierno 2010.
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Crecimiento y decrecimiento
Hablar de crecimiento y decrecimiento es lo mismo que hablar de capitalismo y anticapitalismo, pues el capitalismo es la única formación económica que no se basa únicamente en la obtención de beneficios, sino en la obtención creciente de los mismos. Los frutos de la explotación capitalista no se emplean principalmente en dispendios sino que se convierten en capital y se reinvierten. De este modo el capital crece, se acumula sin cesar. El crecimiento es la condición necesaria del capitalismo; sin crecimiento el sistema se desmoronaría. Es el indicador del funcionamiento normal de la sociedad; es por tanto un objetivo de clase. Desde que la burguesía es consciente de los fundamentos de su poder, la expansión es su bandera; no obstante, hasta 1949 el crecimiento no se define como política general de Estado, en el famoso discurso de Truman. El capitalismo ya se había vuelto más técnico, más dependiente de la tecnología, más americano. La ideología basada en el crecimiento económico como panacea, el desarrollismo, se convertirá en el eje de todas las políticas nacionales, tanto de derechas como de izquierdas, tanto parlamentaristas como dictatoriales. La primacía del crecimiento económico sobre el objetivo político caracterizó durante los años cincuenta y sesenta los discursos de los representantes de la dominación. La libertad fue asimilada a la posibilidad de un mayor consumo, del acceso a un mayor número de mercancías, gracias al crecimiento. Y quedó garantizada por los pactos sociales de posguerra entre las administraciones, los partidos y los sindicatos, al permitir el pleno empleo y la mejora del poder adquisitivo de los trabajadores asociada a la productividad.
La vacuidad de una vida entregada al consumo y manipulada por la industria cultural fue puesta de manifiesto por la revuelta juvenil de los sesenta, que afectó las capitales de los países llamados «desarrollados»: los jóvenes insatisfechos no querían una vida donde el no morir de hambre se cambiaba por la certeza de morir de hastío. Los disturbios del gueto negro americano añadieron nuevo combustible al fuego de la rebeldía. Los excluidos de la abundancia demostraban su rechazo mediante el saqueo y la destrucción de mercancías. Esa revuelta nihilista encontró su teoría en Mayo del 68. Pero eso no fue todo. El propio sistema empezó a ser cuestionado desde dentro por especialistas disidentes, concretamente desde el campo de la teoría económica y desde el ambientalismo. Rachel Carson fue la primera en advertir de la amenaza que para la vida en la Tierra significaba la producción industrial. Los economistas N. Georgescu-Roegen, H. Daly o E. J. Misham (el primero en escribir de "Los costes del desarrollo" en 1969), daban un enfoque «físico» y holístico a su disciplina, considerando el mundo como un sistema cerrado, una «nave espacial Tierra» donde todo está relacionado con todo y todo tiene un coste. Según un artículo histórico de Kenneth Boulding escrito en 1966, en la economía del cowboy la medida del éxito la proporcionan la producción y el consumo, mientras que en la economía del «astronauta» el éxito corresponde a la conservación del medio. Sin embargo, el crecimiento inherente a la primera se alimenta con su degradación, bien visible a partir del punto en que la destrucción domina sobre lo demás (cuando la capacidad del planeta en soportar desperdicios queda superada). Contaminación, aditivos químicos, lluvia ácida, residuos, explosión demográfica, urbanismo depredador, motorización, turismo, etc., problemas que revelaban el desequilibrio biológico del planeta, fueron planteados y debatidos muy tempranamente. Por entonces, Barry Commoner, en El círculo se cierra, y Edward Goldsmith, desde la revista The Ecologist, criticaron el desarrollo tecnológico unilateral, la dilapidación irreparable del «capital natural» y el impacto negativo creciente de la industria moderna sobre los ecosistemas, la salud y las relaciones sociales. Científicos como J. Lovelock y L. Margulis formularon la «hipótesis Gaia» sobre el planeta como sistema autorregulado, y revelaron por primera vez el aumento del efecto invernadero debido a los vertidos gaseosos a la atmósfera de la industria y la circulación motorizada. Otro experto, Donella Meadows, del MIT, a instancias del Club de Roma redactó un informe titulado Los límites del crecimiento para la Conferencia de Estocolmo (1972), que planteaba la contradicción irresoluble entre un desarrollo infinito y unos recursos naturales finitos. La expansión económica desorganizaba la sociedad y obligaba a multiplicar las jerarquías y los controles. Se efectuaba en detrimento de la ecosfera y de mantenerse iba a terminar agotando los recursos. Cualquier política económica había de contar con el medio ambiente si de verdad quería saber los costes reales. Además, el aumento exponencial de la población acabaría provocando una crisis alimentaria (como decía Malthus) y en un siglo se llegaría al colapso social y a la desaparición de la vida. La solución residiría en un «crecimiento cero». Recordando la recomendación de Stuart Mill, una economía estacionaria restablecería el equilibrio entre la sociedad industrial y la naturaleza. Finalmente, Goldsmith y un grupo de colaboradores publicaron en 1972 un Manifiesto para la supervivencia que retomaba y sistematizaba las críticas anteriores. Su mensaje: economía y ecología debían reconciliarse, para dar lugar a formas sociales estables, autárquicas, descentralizadas.
Las críticas que resaltaban el papel menospreciado de la naturaleza en la historia social fueron ignoradas por casi todos los contestatarios con la salvedad honrosa del anarquista Murray Bookchin, porque primeramente cuestionaban el dogma del desarrollo de las fuerzas productivas, la base sagrada del socialismo. Y en segundo lugar, porque lejos de pretender un cambio revolucionario tratando de agrupar a una mayoría tras un programa antidesarrollista radical, no aspiraban sino a convencer a los gobernantes, empresarios y políticos del mundo de la necesidad de hacer frente a los hechos denunciados, con medidas que no iban más allá de los impuestos, las multas y las subvenciones. Los científicos y demás expertos eran víctimas de su posición de clase subalterna y auxiliar del capitalismo, que no cuestionaban en absoluto, por lo que cerraban los ojos ante las consecuencias раra la acción de sus objeciones al crecimiento y negaban su anticapitalismo esencial. Limitándose а ejercer su función de consejeros, cometían el еггor de confiar en los dirigentes, o sea, en los responsables del deterioro planetario que ellos mismos ha denunciado. El movimiento ecologista arrastrará siempre ese pecado de origen y en los ochenta los proyectos «verdes» confluirán con las innovaciones capitalistas. La huida neoliberal hacia delante en el crecimiento y la degradación -encarecimiento del petróleo, Bhopal, Chernóbil, las dioxinas, el agujero de la capa de ozono, la polución, etc. — confirmó la pertinencia de las críticas y el fracaso del desarrollismo sin trabas convirtió al ecologismo la mayoría dirigente. El concepto de «desarrollo sostenible» del informe Bruntland (1987), presentado por la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, y sobre todo, por la Conferencia de Río (1992), marcaría la fusión de la ideología ecologista con el capitalismo, aceptada en primer lugar por los partidarios de la regulación estatal de crecimiento, la vieja «izquierda». En realidad se trataba de preservar el desarrollo, no la sostenibilidad. De administrar la nocividad, no suprimirla. Para ello se buscaba la armonización del medio ambiente con la economía de mercado. La capa de ozono y el modo de vida consumista podían ser compatibles merced a una nueva contabilidad que incluyera el coste ambiental. El mercado beneficiaría la producción «limpia» y castigaría la contaminante. El reciclaje sería premiado y la basura, penalizada. No obstante, la Conferencia de Kyoto sobre el cambio climático (1997) рuso de manifiesto las dificultades insalvables que presentaba el proceso de reconversión ecologista de la producción y el consumo. A pesar de la aparición de un negocio ambiental cada vez más importante y del ahorro que significaba el desguace de los servicios sociales del Estado, el mercado no podía hacerse cargo de dicha transformación por ser onerosa para las industrias. Medidas elementales como los topes a la emisión de gases ponían en peligro el crecimiento puro y duro, pilar central del sistema capitalista actual. La solución encontrada, la globalización de los intercambios, y su consecuencia primera, la deslocalización de las industrias y el incremento exponencial del transporte, caminaba en la dirección contraria. Exigía que la agricultura intensiva siguiese alimentando al mundo, esta vez con ayuda de la ingeniería genética, que la industria química determinara el metabolismo humano, que los niños asiáticos trabajasen en fábricas y que el TAV acuchillase Europa. Otro tanto se diría de la energía nuclear o de los transgénicos. Si el crecimiento destructivo necesitaba la cobertura ecológica, la destrucción había de presentarse como el acto ecológico por excelencia.
En diciembre de 1912, seis años antes de ser asesinada por la soldadesca de un gobierno socialdemócrata, Rosa Luxemburg publicaba un controvertido libro, La acumulación del capital, donde afirmaba la reproducción ampliada de capital, o sea, el «crecimiento», no podía asegurarse sin que entrasen en la órbita mercantil los sectores atrasados de los países modernos y la población del resto del mundo que se desenvolvía en economías precapitalistas o de capitalismo incipiente. Para el mundo capitalista era vital la existencia de un mundo exterior, fuente de consumidores, materias primas y mano de obra barata. Las dificultades que el proceso podía tener se solucionaban a la fuerza: «En los países de ultramar, su primer gesto, el acto histórico con que nace el capital y que desde entonces no deja de acompañar ni un solo momento a la acumulación, es el sojuzgamiento y la aniquilación de la comunidad tradicional. Con la ruina de aquellas condiciones primitivas, de economía natural, campesina y patriarcal, el capitalismo europeo abre la puerta al intercambio de la producción de mercancías, convierte a sus habitantes en clientes obligados de las mercancías capitalistas y acelera, al mismo tiempo, en proporciones gigantescas, el proceso de acumulación, desfalcando de un modo directo y descarado tesoros naturales y las riquezas atesoradas por pueblos sometidos a su yugo.»
Quizás por contradecir a Marx el libro fue olvidado, pero su punto de vista fue repetido en los setenta por determinados críticos, que tenían en común el haber sido altos funcionarios -Ivan Illich, de la Iglesia; Francois Partant, de las finanzas francesas; Fritz Schumacher, de la industria inglesa- implicados en programas de desarrollo del «Tercer Mundo», y el hecho de postular, a diferencia de los ecologistas, el abandono del capitalismo. En efecto, libros como La convivencialidad (Illich), El final del desarrollo (Partant), Lo pequeño es hermoso (Schumacher) o El manual completo de la autosuficiencia (John Seymour), denunciaban la ausencia de relación entre prosperidad económica y bienestar social, rechazaban el productivismo, las nuevas tecnologías, los sistemas burocráticos y autoritarios, el consumo de masas, los monocultivos, los pesticidas y fertilizantes químicos, el urbanismo desbocado, etc., y propugnaban la economía vernácula basada en lazos comunitarios, la descentralización, la tecnología tradicional, la diversidad de cultivos y los abonos naturales, el autoabastecimiento, la reducción del tamaño de las ciudades... Eso comportaba en teoría la ruptura con al menos dos aspectos esenciales del marxismo (y del sindicalismo revolucionario): la sociedad plenamente industrializada como alternativa emancipadora, o sea, el despliegue ilimitado de las fuerzas productivas socializadas como condición elemental de una sociedad libre, y el papel de la clase obrera fabril en la liberación de las servidumbres capitalistas, es decir, la función del proletariado industrial -con su ética del trabajo y su docilidad sindical- como agente histórico y sujeto revolucionario. Puesto que la libertad dependía de la estabilidad de los ecosistemas dentro de los cuales se insertaba, no podía nacer ésta de un desarrollismo socializado universal sino de un retorno a la colectividad autosuficiente y a la producción local; surgiría no de la toma de los medios de producción capitalistas, sino de su desmantelamiento. No debían asegurarse un mayor consumo y por lo tanto una producción mayor, sino su subsistencia material. Sus necesidades habían de definirse en función de los recursos, no en función del poder adquisitivo. Para eso no tenían que organizar de otra manera la misma sociedad, sino transformarla de abajo arriba, abolir todas las dependencias, destruir la maquinaria que obligaba a la jeraquía, a la especialización y al salario. En la sociedad convivencial ninguna actividad impondría a quien no participara en ella un trabajo, un consumo о un aprendizaje. La sociedad organizada de modo autónomo y horizontal debería dominar las condiciones de su propia reproducción sin alterarse. Los intercambios no podían comprometer su existencia. Una sociedad así había de ser una sociedad donde el tejido social sustituyera al Estado, controlando su tecnología y prescindiendo del mercado. Siguiendo el hilo del discurso, a fin de alcanzar una sociedad de ese tipo -añadimos nosotros- los obreros habrían de luchar no para colocarse mejor o simplemente mantenerse en el mercado del trabajo, sino para salirse de la economía. Tenían que destruir las fábricas y las máquinas, no autogestionarlas. Y, puesto que en el capitalismo contemporáneo el consumo prevalece sobre la producción, el terreno del conflicto residiría menos en los lugares de trabajo que de la vida cotidiana. Este combate requeriría la voluntad de vivir de otra manera, por lo que no podía ser asumido por asalariados satisfechos y consumistas. Los destinados a hacerlo serían los trabajadores precarios, los inmigrantes, los parados, los automarginados -los excluidos en general- actuando no en el marco de la producción capitalista, sino al margen, es decir, con un pie fuera del sistema, y por consiguiente, más proclives a colocarse, mediante la autoorganización y el autoconsumo, en una perspectiva de debilitamiento de la economía y del Estado. En los países «desarrollados» el grado de exclusión es mínimo, aunque crece, pero en los países que los dirigentes llaman «subdesarrollados» los excluidos son legión.
La destrucción del medio obrero en los ochenta es responsable de que esta crítica permaneciese anclada en los medios que le dieron origen y de que quince años más tarde fuera recuperada por los ideólogos del decrecimiento. En el campo de la radicalidad, apenas podemos citar reflexiones en ese sentido: Bookchin, Freddy Perlman, Theodore Kaczinski, L’Encyclopédie des Nuisances, Fifth Estate… Lo menos que puede decirse de aquellos medios es que no eran los más apropiados para expurgar dicha crítica de contradicciones y difundirla. De acuerdo con ella, la reproducción ampliada de capital y de la fuerza de trabajo estaba asegurada por el crecimiento, pero no así la reproducción del medio que proveía de recursos, ni tampoco de la sociedad en su conjunto. Entonces, cabía preguntarse si los conflictos que forzosamente han de derivar del deterioro ambiental, las catástrofes y la descomposición social, favorecerían una transformación del sistema o, en otras palabras, si permitirían la emergencia de una alternativa creíble. La ideología del decrecimiento pretende ser esa alternativa.
El nombre es una simple etiqueta tomada de Georgescu-Roegen. En principio consiste en un conjunto aparentemente coherente de ideas como las que podemos encontrar en Illich, Partant, Mumford o en The Ecologist, elaborado por expertos desde instancias de cooperación para el desarrollo, universidades, ONG y «Foros sociales», el mismo medio que alumbró la ideología ciudadanista de la «alterglobalización». No obstante, existen diferencias importantes entre ambas: la del decrecimiento es antidesarrollista y condena claramente el ecocapitalismo y el papel de las nuevas tecnologías. Desaprueba tanto el desarrollo sostenible como el crecimiento cero. Defiende pues una salida del mercado, no un mercado mundial controlado; es más, desconfía del Estado como sistema de poder centralizado y jerárquico injustificable ante una sociedad sin mercado, prefiriendo en su lugar el ideal gandhiano de una federación de aldeas autosuficientes. En teoría estáriamos ante una concepción libertaria semejante a la del naturismo, o a la más próxima del comunalismo, en la práctica no hay otra cosa que ciudadanismo. El apoyo de ATTAC, Ecologistas en Acción o Le Monde diplomatique vendrían a corroborarlo si necesidad hubiere. Los objetivos podrán variar, pero lo de menos son los objetivos, pues el «decrecimiento convivencial» aspira a reducir pacíficamente la producción y el consumo de masas «mediante el control democrático de la economía por la política». Arnau, «desde un rincón de Collserola», precisa que se trataría de formar «gobiernos de transición, de ética inquebrantable y monitorizados desde abajo». ¿Cómo conseguirlo? Mediante la acción «convivencial», que nos conducirá, a través de la inanidad de actos simbólicos y festivos «para concienciar la sociedad», a la política oficial, a las asociaciones de consumidores, a las candidaturas municipales y al sindicalismo. Y es que la transición a la economía autónoma ha de discurrir sin problemas, porque los desencuentros con el poder ponen en peligro «la democracia». Los partidarios del decrecimiento, en tanto que lumpenburguesía ilustrada, tienen pánico al «desorden» y prefieren de lejos el orden establecido a las algaradas populares. Las ideas habrán cambiado, pero los métodos son ciudadanistas. Hay que «ejercer la ciudadanía» y avanzar en «la democracia», nos dice el ideólogo Serge Latouche. El partido del decrecimiento a fin de conjurar la crisis social pretende sustituir el aparato económico del capitalismo conservando su aparato político. Como al fin y al cabo la proclamada salida del mercado no es rupturista sino suavemente transaccional, quiere separarse de la economía sin separarse de la política, acepta todas las mistificaciones que ha rechazado en teoría. No olvidemos que escapar al crecimiento no significa para Latouche renunciar a los mercados, la moneda o el salario, puesto que no busca amotinar a los oprimidos sino convencer a los dirigentes. Su discurso es el del tecnócrata experto, no el del agitador. Mostrando el cambio climático, el estallido de las burbujas financieras, el aumento del paro, el endeudamiento de los países empobrecidos, las sequías y demás catástrofes, pretende animar a la clase dirigente a que se olvide del crecimiento. Se supone que los dirigentes, ante la imposibilidad de controlar las crisis y bajo la amenaza de conflictos imprevisibles, preferirán la paz social y la «deconstrucción» mercantil. Eso explica que dicho partido no contemple un cambio social revolucionario a realizar por las víctimas del crecimiento, y que en la práctica proponga un conjunto de reformas, impuestos, desgravaciones, moratorias, leyes, etc., o sea, un «programa reformista de transición» a aplicar desde las instituciones políticas actuales. Ni que decir tiene que es lo mismo que proponen las plataformas cívicas, los ecologistas, los antiglobalizadores de pega e incluso la «izquierda» integrada. Excusamos decir que el fomento de una economía marginal sin autonomía real ni posibilidad de convertirse en una verdadera alternativa es sólo una coartada. Agricultura campesina, reducción del consumo y de la movilidad, prioridad de las relaciones, alimentación sana, redes locales de trueque, no competir, no acumular, etc., son ideas antidesarrollistas que pierden todo el sentido cuando no se quiere la fractura social que sus intentos de realización efectiva han de provocar cuando su generalización altere seriamente las condiciones de producción e intercambio poniendo en peligro la existencia del mercado, de las instituciones y de las clases sociales privilegiadas. Presionada por la necesidad de apaciguamiento, cualquier medida alternativa sigue la dirección del capitalismo. Así las economías marginales de cierta envergadura no son más que zonas de reserva de mano de obra industrial autosostenidas; las energías renovables desembocan en grandes parques eólicos o solares según el modelo industrial; el reciclaje y la reutilización nos llevan al gran negocio de la exportación de basura digital; la crisis del petróleo inaugura la época de las grandes plantaciones de agrocombustibles. El interés del decrecimiento convivencial por las ONG, los sindicatos, los parlamentos o las Naciones Unidas como instancias reguladoras y «monitorizadoras» ilustra a contrario su desinterés por las asambleas comunales y, en general, por la reconstrucción de una esfera pública autónoma. No quiere liquidar a los dirigentes, por lo que ha de conservar primorosamente la maquinaria política que los hace necesarios, aunque para ello tenga que impedir en su backyard cualquier experiencia real de democracia asociativa, pues estas cosas está bien que ocurran en Mali, Bolivia o la selva Lacandona, pero no en las metrópolis occidentales.
La producción cooperativa y el intercambio sin beneficios no podrán nacer del consenso con el poder sino de la imposición por parte de los oprimidos de unas condiciones sociales que proscriban la producción industrial y el comercio lucrativo. La lucha contra la opresión -que como diría Anders, ocurre entre víctimas y culpables- es la única que puede sentar las bases de una «democracia ecológica local» y una autonomía social, en los alrededores de Kinshasa y en todas partes.
La ideología del decrecimiento es la última mutación del ciudadanismo tras el miserable fracaso del movimiento contracumbres; una ilusión renovable, como dirían Los Amigos de Ludd. Como trivialización de la protesta y supresión del conflicto, es un arma auxiliar de la dominación. En los días que corren, el capital ha salido vencedor, como ya saliera de la lucha de clases de los sesenta y setenta. Sin nada ni nadie que le detenga prosigue su carrera de destrucción creciendo sin parar, esta vez gracias a las aportaciones ecologistas y ciudadanistas. Una sociedad libre no puede concebirse sin su abolición que para el partido del decrecimiento acarrearía el caos social y el terrorismo, algo que de sobra está presente y que configura paulatinamente un régimen ecofascista. Dada la magnitud de la catástrofe ecológica, luchar por una vida libre no es diferente a luchar por salvar la vida. Pero la lucha por la supervivencia -por las redes de intercambio regionales, por el transporte público o por las tecnologías limpias- no significa nada separada del combate anticapitalista; es más su fuerza radica en la intensidad de dicho combate. Se trata de un movimiento de secesión pero también de subversión, cuyo empuje depende más de la profundidad de la crisis social que de la crisis ecológica. Dicho de otra manera, de la conversión de la crisis ecológica en crisis social, y por lo tanto, de su transformación en lucha de clases de nuevo tipo. Si ésta alcanza un nivel suficiente, las fuerzas de los oprimidos podrán desplazar al capitalismo y abolirlo. Entonces la humanidad podrá reconciliarse con la naturaleza y reparar los daños a la libertad, a la dignidad y al deseo provocados por los intentos de dominarla.
Extraído de la publicación Resquicios, Año IV, Número 6, Abril de 2009.
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Entrevista a Miquel Amorós: "la ideología del decrecimiento llega tras el fracaso de la ideología precedente, la ’alterglobalización’"
18 de enero de 2010. Aparecida en el dossier de "El Viejo Topo" sobre decrecimiento
—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el decrecimiento?
—Decir “boom” es excesivo. En parte obedece a un rasgo típico de la sociedad de masas como es la moda. Pero profundizando más diríamos que la ideología del decrecimiento llega tras el fracaso de la ideología precedente, la “alterglobalización” y a la falacia evidente de su fundamento económico, el “desarrollo sostenible”. El deterioro del planeta y la descomposición de la clase media ha sido tan contundente que los seudomovimientos apoyados en ella no pueden conformarse con una simple reconversión ecologista de la producción capitalista y reclaman la protección de la economía marginal gracias a la cual sobrevive el sector de la población excluido del mercado.
—¿En qué medida la alterglobalización era un seudomovimiento de las clases medias? ¿Puede precisar este aspecto socioestructural también respecto al decrecimiento?
—Yo precisaría de las clases medias en descomposición. La alterglobalización fue la primera respuesta de algunos sectores perdedores ante la mundialización de la economía: la burocracia sindical y política, los intelectuales orgánicos, los estudiantes, los funcionarios, los profesionales, los cuadros medios, los pueblerinos ilustrados de las plataformas, etc. Una especie de lumpenburguesía, partidaria del retorno a las condiciones capitalistas de la postguerra mediante el refuerzo del Estado. Digo seudomovimiento porque jamás los alterglobalizadores quisieron moverse, a no ser contra las minorías que practicaban la violencia contra los edificios institucionales y las sedes empresariales o financieras. Como buenos ciudadanos que van a votar y respetan el statu quo solamente pretendían dialogar para convencer a los dirigentes políticos e industriales “del Norte” de las bondades de sus propuestas, muchas de las cuales podíamos leer en Le Monde Diplomatique. En los últimos diez años, los avances de la globalización han sido tan feroces, sus efectos sobre el territorio tan tremendos y el desclasamiento tan acentuado, que los restos de esos seudomovimientos se han visto obligados a asirse a ideologías más elaboradas como la del decrecimiento, pero las tácticas y las intenciones son las mismas. No por casualidad Le Monde Diplomatique se ha pasado a esa moda.
—¿Cree que a la diagnosis del cambio necesario que postula el decrecimiento le falta la radicalidad política que implica una conflictividad social y de clase?
—Ahora que hay decrecimiento, o recesión (en terminología capitalista), si nos atenemos a lo que dice el ideólogo más conspicuo en estas tierras, el profesor Martínez Alier, en realidad se trataría solamente de integrar el coste de la degradación ambiental en el precio final de las mercancías; ese sería el principal cambio, un régimen económico que él mismo bautiza como “keynesianismo verde”. Para esto no se necesitan radicalismos, ni mucho menos conflictos, sino buenas relaciones institucionales y sobre todo, un poderoso aparato estatal que aplique un “new deal” ecológista. Los decrecentistas son enemigos de la radicalización de las luchas antidesarrollistas y en defensa del territorio, cuando no ajenos a ellas, puesto que quieren ser recibidos en los despachos del poder. Sus “buenas” intenciones son esas.
—¿No piensa que desde el discurso decrecentista podría nutrirse una praxis capaz de enfrentarse seriamente al sistema productivo actual? ¿De dónde pueden surgir estímulos para esta necesaria radicalización de los debates y “luchas antidesarrollistas”?
—Yo señalaría las luchas en defensa del territorio como las que mayores posibilidades tienen de plantear la cuestión social en los términos más verídicos y actuales, es decir, como cuestión que engloba todos los aspectos de la vida, siendo el entorno lo central. Pero los conflictos territoriales provocados por el desarrollismo (por el crecimiento) han de dejar toda la basura de “la nueva cultura del territorio” y del “no en mi patio trasero” y aceptar de una vez por todas el hecho de que es imposible una fórmula que compatibilice la integridad territorial, la vida sin apremios mercantilistas y el capitalismo más o menos regulado por el Estado. Nada puede preservar el territorio y garantizar una vida libre si éste no escapa a la economía, si no sale del mercado. Si sus habitantes no acaban con el sistema capitalista. Toda la lucha antidesarrollista, la auténtica lucha de clases moderna, ha de afrontarse desde esa perspectiva.
Miguel Amorós es historiador y un analista social no académico. Entre otros libros, es autor de Durruti en el laberinto (Virus editorial)
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Por el decrecimiento: respuesta a una crítica barroca (respuesta desde posiciones decrecentistas a las críticas de M. Amorós)
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